H. C. F. Mansilla
En una época de enormes trastornos ecológicos, de un crecimiento demográfico inusitado y de una creciente desilusión con los resultados de los procesos de modernización en Asia, África y América, la literatura ha contribuido a fomentar un razonable escepticismo frente a las grandes certidumbres que caracterizaron a la era moderna. También en las periferias mundiales se empiezan a perfilar el cuestionamiento de las pretendidas leyes del desarrollo histórico, la desconfianza hacia la razón instrumental y la duda frente a los modelos y valores provenientes de las prósperas sociedades del Norte. También en el Tercer Mundo comienza a extenderse la idea de que algunos de los más graves problemas de la actualidad ─ desde la destrucción de los bosques tropicales hasta el hacinamiento en las grandes ciudades ─ provienen paradójicamente de los éxitos técnico-materiales del Hombre en su intento de domeñar la naturaleza y de construir una civilización centrada en la industria y la urbanización, y no necesariamente de sus fracasos en el terreno de los ambiciosos proyectos de "desarrollo integral". Una de las ironías de la historia contemporánea reside en el hecho de que los considerados como realistas y pragmáticos (gobernantes, planificadores, empresarios, políticos, dirigentes sindicales y asesores técnicos de toda laya) no han sabido reconocer los efectos negativos y francamente nocivos de la explotación acelerada de los recursos naturales, de la apertura de toda región geográfica a la actividad humana y del gigantismo económico y demográfico. Han sido los artistas y los poetas, los pensadores considerados como marginales y anacrónicos y los escritores que prematuramente descubrieron temáticas controvertidas (es decir: los denunciados a menudo como idealistas), quienes han podido percibir mejor los resultados ciertamente inesperados y contraproducentes del racionalismo instrumentalista, el cual aún hoy conforma en el Tercer Mundo la casi totalidad de los esfuerzos en pro de aquello que se designa con los conceptos mágicos de progreso y adelanto.
La exitosa
cultura metropolitana ha producido obviamente resultados por demás beneficiosos
para toda la humanidad, pero también ha traído consigo la dictadura de la
mediocridad, la cursilería y el mal gusto, la pérdida de la solidaridad entre
los mortales, la desaparición de la heterogeneidad socio-cultural y la
formación de una consciencia colectiva provinciana y frívola, recubierta con un
eficaz barniz de falso cosmopolitismo. Frente a este estado de cosas, que
empieza ahora a ser visto con una desconfianza creciente, parece indispensable
el señalar ante todo el carácter ambivalente del progreso económico-técnico, de
la razón técnica y de sus consecuencias prácticas. Lo que puede ser un factor
de indudable progreso, como una gran represa hidráulica, puede constituirse en
la causa de un desarreglo ecológico de gran escala, que a largo plazo anule los
beneficios del adelantamiento material. Los esfuerzos gubernamentales y
privados en favor de la salud pública y de la prevención de enfermedades
endémicas, que se iniciaron en la primera mitad del siglo XX, han ocasionado en
el Tercer Mundo a partir de 1950 un incremento poblacional de ritmo exponencial
y proporciones inauditas en toda la historia humana, lo que ha significado para
los países en cuestión una sobre-utilización de recursos naturales (ahora en
clara disminución), un marcado empeoramiento de la calidad de la vida de sus
ciudadanos, un erosionamiento progresivo de sus suelos agrícolas cada vez más
escasos y el entorpecimiento de la vida cotidiana típico de enormes
aglomeraciones que no pueden desistir ni de complicados ordenamientos
burocráticos ni de las tensiones socio-psíquicas inevitables en los grandes
hacinamientos. Lo que individualmente ha sido sin duda algo positivo ─ la preservación y el
mejoramiento de la vida de las personas ─
ha
significado para los países directamente involucrados un verdadero infortunio y
la posibilidad de la autodestrucción del género humano.
Escritores
latinoamericanos, como José Enrique Rodó, Mario Vargas Llosa y especialmente
Octavio Paz, han tenido el mérito de criticar tempranamente el sin sentido de
la vida en las admiradas y vilipendiadas sociedades opulentas de Occidente.
Según Paz, los políticos
de las grandes potencias
se han caracterizado por una mezcla de miopía y cinismo, mientras que las masas se han consagrado al
"nihilismo de la abdicación", al "hedonismo vulgar" y al
"erotismo convertido en técnica, vaciado de arte y pasión". De
acuerdo a este escritor, el
mundo altamente desarrollado es también tal como lo pintan los productos de su
aburrida literatura: "túneles, cárceles de espejos, subterráneos, jaulas
suspendidas en el vacío, ir y venir sin fin y sin salida". Este es el
mundo que nos espera.
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