Miguel de Unamuno
V.- Sobre el marasmo actual
de España
Conforme he ido metiéndome
en mis errabundas pesquisas en torno al casticismo, se me ha ido poniendo cada
vez más en claro lo descabellado del empeño de discernir en un pueblo o en una
cultura, en formación siempre, lo nativo de lo adventicio. Es tal el arte con
que el sujeto condensa en sí el ambiente, tal la madeja de acciones y
reacciones y reciprocidades entre ellos, que es entrar en intrincado laberinto
el pretender hallar lo característico y propio de un hombre o de un pueblo, que
no son nunca idénticos en dos sucesivos momentos de su vida.
Aun así y todo, he intentado
caracterizar nuestro núcleo castizo; cómo en la mística trató la casta
castellana de levantarse sobre sus caracteres diferenciales sumergiéndose en
ellos, y cómo el ambiente del Renacimiento levantó al maestro León a la
verdadera doctrina liberadora, ahogada en el oleaje inquisitorial de
concentración y aislamiento. Ahora, a ver los efectos de esta concentración y
cierre de valvas nacionales.
Atraviesa la sociedad española honda crisis; hay en su seno reajustes íntimos, vivaz trasiego de elementos, hervor de descomposiciones y recombinaciones, y por de fuera, un desesperante marasmo. En esta crisis persisten y se revelan en la vieja casta los caracteres castizos, bien que en descomposición no pocos.
- I -
Aún persiste el viejo
espíritu militante ordenancista, sólo que hoy es la vida de nuestro pueblo,
vida de guerrero en cuartel o la de Don Quijote, retirado con el Ama y la
Sobrina y con la vieja biblioteca tapiada por encantamiento del sabio Frestón.
De cuando en cuando, nos da un arrechucho e impulsos de hacer otra salida. En
coyunturas tales, se toca la trompa épica, se halla teatralmente de vengar la
afrenta haciendo una que sea sonada, y, pasada la calentura, queda todo ello en
agua de borrajas. No falta en tales ocasiones pastor de Cristo que recomiende a
los ministros que le están sometidos que llenen «con
verdadero espíritu sacerdotal los deberes de su altísimo ministerio, alentando
al soldado en las guerrillas»; ni comandante general que arrase viviendas y
aduares por haber tomado armas los adultos de ellos. Seguimos creyendo en
nuestra valentía porque sí, en las energías epilépticas
improvisadas, y seguimos colgando al famoso general «No importa» no pocos
méritos de lord Wellington.
A este espíritu sigue
acompañando, bien por algo atenuado, aquel horror al trabajo que engendra
trabajos sin cuento.
Sigue rindiéndose culto a
la voluntad desnuda y apreciando a las personas por la voluntariedad del
arranque. Los unos adoran al tozudo y llaman constancia a la petrificación; los
otros plañen la penuria de caracteres, entendiendo por tales
hombres de una pieza. Nos gobierna, ya la voluntariedad del arranque, ya el
abandono fatalista.
Con la admiración y estima
a la voluntad desnuda y a los actos de energía anárquica, perpetúase el férreo
peso de la ley social externa, del bien parecer y de las mentiras
convencionales, a que se doblegan, por mucho que se encabriten, los individuos
que sin aquélla sienten falta de tierra en que asentar el pie. Nada, en este
respecto, tan estúpido como la disciplina ordenancista de los partidos
políticos. Tienen éstos sus «ilustres jefes», sus santones, que tienen que
oficiar de pontificial en las ocasiones solemnes, sea o no de su gusto el
hacerlo, que descomulgan y confirman y expiden encíclicas y bulas hay en
ellos cismas, de que resultan ortodoxias y heterodoxias; celebran
concilios.
A la sobra de
individualismo egoísta y excluyente, acompaña falta de personalidad; la
insubordinación íntima va de par con la disciplina externa: se cumple, pero no
se obedece.
En esta sociedad, compuesta
de camarillas que se aborrecen sin conocerse, es desconsolador el atomismo
salvaje, de que no se sabe salir si no es para organizarse férrea y
disciplinariamente con comités, comisiones, subcomisiones, programas
cuadriculados y otras zarandajas. Y como en nuestras viejas edades, acompaña a
este atomismo fe en lo de arriba, en la ley externa, en el Gobierno, a quien se
toma ya por Dios, ya por el Demonio, las dos personas de la divinidad en que
aquí cree nuestro maniqueísmo intraoficial.
Resalta y se revela más la penuria de libertad interior junto a la gran libertad exterior, de que creemos disfrutar porque nadie nos la niega. Extiéndese y se dilata por toda nuestra actual sociedad española una enorme monotonía, que se resuelve en atonía, la uniformidad mate de una losa de plomo de ingente ramplonería.
- II -
En nuestro estado mental
llevamos también la herencia de nuestro pasado, con su haber y con su deber.
No se ha corregido la
tendencia disociativa; persiste vivaz el instinto de los extremos, a tal punto,
que los supuestos justos medios no son sino mezcolanza de ellos. Se llama
sentido conservador al pisto de revolucionarismo, de progreso o de retroceso,
con quietismo; se busca por unos la evolución pura, y la pura revolución por otros,
y todo por empeñarse en disociar lo asociado y formular lo informulable.
Esta tendencia disociativa
de visión calidoscópica se revela hasta en los más menudos detalles, como en lo
de hacer un artículo para ensartar chistes previos, en lugar de que éstos
broten orgánicamente de aquél. Y a tal tendencia disociativa van aparejadas sus
consecuencias. Viste bien el construir períodos sintácticos sin sustancia
alguna y alinear frases; se admira un pensamiento coherente, aunque no cohiera
nada; se sacrifica a la consecuencia la vida concreta del antecedente y del
consiguiente; al hilo, las perlas que debiera engarzar.
Una de las disociaciones
más hondas y fatales es la que aquí existe entre la ciencia y el arte y las que
respectivamente los cultivan. Carecen de arte, de amenidad y de gracia los
hombres de ciencia, solemnes lateros, graves como un corcho y
tomándolo todo en grave, y los literatos viven ayunos de
cultura científica seria, cuando no desembuchan, y es lo peor, montón de
conceptos de una ciencia de pega mal digerida. Se cuidan los unos de no manchar
la inmaculada nitidez del austero pensamiento abstracto, y huyendo de ponerle
flecos y alamares, le esquimatizan que es una lástima; huyen los literatos de
una sustancia que no han gustado, y todavía se arrastra por esas cervecerías
del demonio la bohemia romanticoide. Se cultiva lo ingenioso, no ya el ingenio,
y se da vuelta a los cangilones en pozo seco. Se fabrican frases sangrientas
para que corran de círculo en círculo, y otros se entretienen en pintar arabescos
afiligranados en cayuela, que se descascarilla al punto de ponerla a la
intemperie. Creen muchos que se aprende a hacer dramas leyendo otros, a
escribir novelas dándose atracones de ellas; que para ser literato no precisa
otra cosa que lo que llaman, por exclusión, literatura. Y en el cultivo de
la ciencia todo se vuelve centones, trabajos de segunda mano y
acarreos de revistas; la incapacidad para la investigación directa va de mano
con la falta de espontaneidad. Y así, pasamos de latas cientificoides a
fruslerías seudo-literarias. Y aquí no puede separarse una de otra la
literatura y la ciencia, porque ésta ha de venir concretada en ameno ropaje
para que penetre y aquélla tiene que tener entre nosotros función docente. En
el estado de nuestra cultura, toda diferenciación y especialismo son fatales,
hay que ser por fuerza enciclopedistas; todo el que aquí se sienta con bríos
está en el deber de no encarrilar demasiado unilateralmente sus esfuerzos. Nos
hallamos en punto a cultura en la situación que en punto a comercio se hallan
esos lugarejos en que un mismo tenducho sirve para el despacho de los géneros
más diversos entre sí.
Lo que alienta vivo y
revivo es el intelectualismo de los conceptos cuadriculables, y con él, la
ideofobia. Las ideas son las culpables de todo, de la Sistema con
sus consecuencias todas. ¡Cuánta simpleza! Este conceptismo es
militante y dogmático, y hasta tal punto nos corroe el dogmatismo, que le hay
del antidogmatismo. Se malgasta y derrocha esfuerzo y tiempo en polemiqueos
escolásticos y leguleyescos; la disputa es la salsa de la Prensa de provincias.
Sobre todo esto se cierne
la suprema disociación española, la de Don Quijote y Sancho. Este anula a
aquél. ¡Qué rozagante vive el sanchopancismo antiespeculativo y antiutopista! ¡Qué
estragos hace el sentido común, lo más antifilosófico y anti-ideal
que existe! El sentido común declara loco, en una sociedad en que sólo se
emplea la simple vista, La vista común, a quien mira con microscopio o
telescopio; el sentido común emplea argumenta
ad risum para hacer ver la incongruencia de una opinión con nuestros
hábitos mentales. «No; lo que es a mí no me la pegan ni me
vuelven a tomar de primo», exclama hoy Sancho, perdido lo más hermoso que
tenía, su fe en Don Quijote y su esperanza en la ínsula de promisión. Si Sancho
volviera a ser escudero, mejor aún que escudero de Don Quijote, criado de
Alonso el Bueno, ¡cuánto no podría hacer con su sano sentido común!
Es un espectáculo
deprimente el del estado mental y moral de nuestra sociedad española, sobre
todo si se la estudia en su centro. Es una pobre conciencia colectiva homogénea
y rasa. Pesa sobre todos nosotros una atmósfera de bochorno; debajo de una dura
costra de gravedad formal, se extiende una ramplonería comprimida, una enorme trivialidad
y vulgachería. La desesperante monotonía achatada de Tabeada y de Cilla es
reflejo de la realidad ambiente, como lo era el vigoroso simplicismo de
Calderón. Cuando se lee el toletole que promueven en París, por ejemplo, un
acontecimiento científico o literario, el hormiguear allí de escuelas y de
doctrinas y aun de extravagancias, y volvemos en seguida mientes al colapso que
nos agarrota, da honda pena.
Cada español, cultivado
apenas, se diferencia de otro europeo culto pero hay una enorme diferencia de
cualquier cuerpo social español a otro extranjero. Y, sin embargo, la sociedad
lleva en sí los caracteres mismos de los miembros que la constituyen. Como a
los individuos de que se forma, distingue a nuestra sociedad un enorme tiempo
de reacción psíquica, es tarda en recibir una impresión, a despecho de una
aparente impresionabilidad, que no pasa de ser irritabilidad epidérmica, y
tarda en perderla; los advenimientos son aquí tan tardos como los son las
desapariciones, en las ideas, en los hombres, en las costumbres.
No hay corrientes vivas internas en nuestra vida intelectual y moral esto es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial. Alguna que otra pedrada agita su superficie tan sólo, y a lo sumo, revuelve el légamo del fondo y enturbia con fango el pozo. Bajo una atmósfera soporífera, se extiende un páramo espiritual, de una aridez que espanta. No hay frescura ni espontaneidad, no hay juventud.
- III -
He aquí la palabra terrible: no hay juventud. Habrá jóvenes, pero
juventud falta. Y es que la Inquisición latente y el senil formalismo la tienen
comprimida. En otros países europeos aparecen nuevas estrellas, errantes las
más, y que desaparecen tras momentánea fulguración; hay el gallito del día, el
genio de la temporada; aquí, ni esto: siempre los mismos perros y con los
mismos collares.
Se dice que hay gérmenes vivos y fecundos por ahí, medio
ocultos; pero está el suelo tan apisonado y compacto, que los brotes tiernos de
los granos profundos no logran abrir la capa superficial calicostrada, no
consiguen romper el hielo. Un hombre que entre nosotros conserva en edad más
que madura fe, vigor y entusiasmo juveniles, sostiene que aquí los jóvenes
prometen algo hasta los treinta años, en que se hacen unos badulaques. No se
hacen, los hacen; caen heridos de anemia ante el brutal y férreo cuadriculado
de nuestro ordenancismo y nuestra estúpida gravedad; nadie les tiende a tiempo
una mirada benévola y de inteligencia. Se los quiere de otro modo que como son;
a nuestro rancio espíritu de intolerancia no le entra el dejar que se
desarrolle cada cual según su contenido y naturaleza.
Hace poco, pedía un crítico un cuarto turno en el
Español para los autores noveles y desconocidos, algo así como un teatro libre.
¡Generosa ilusión! ¿Es que se sabe distinguir el brote nuevo? Nos falta lo que
Carlyle llamaba el heroísmo de un pueblo, el saber adivinar
sus héroes. Fundan unos muchachos una revistilla, y en seguida veréis en sus
planas los nombres de tanda y de cartel. En la vida intelectual, lo mismo que
en el toreo, apestado también de formalismo, hay que recibir la alternativa de
manos de los viejos espadas; lo demás no se sale de novillero.
Junto a este desvío para con la juventud se halla un
supersticioso servilismo a los ungidos. Se ha ejercido con implacable saña la
tarea de achuchar y despachurrar a los retoños tiernos, sin discenir el tierno
tallo de la broza en que crecía, y no se ha tocado al muérdago y a los tumores
y excrecencias de las viejas encinas, ungidas e intangibles. ¡Cuántos jóvenes
muertos en flor en esta sociedad que sólo ve lo hecho y recortado, ciega para
lo que se está haciendo! ¡Muertos todos los que no se han alistado en alguna de
las masonerías: la blanca, la negra, la gris, la roja, la azul!...
Añádase a esto que la pobreza de nuestra nación hace duro el ganarse la
vida y echar raíces; el primum
vivere ahoga al deinde philosophari. Los jóvenes tardan en dejar el arrimo de las faldas maternas, en
separarse de la placenta familiar, y cuando lo hacen, derrochan sus fuerzas más
frescas en buscarse padrino que los lleve por esta sabana de hielo.
Para escapar a la eliminación, ponen en juego sus facultades, todas
camaleónicas, hasta tomar el color gris oscuro y mate del fondo ambiente, y lo
consiguen. No es adaptarse al medio adaptándoselo a la vez, activamente; es
acomodarse a las circunstancias, pasivamente.
Vivimos en un país pobre, y donde no hay harina, todo es mohína. La
pobreza económica explica nuestra anemia mental; las fuerzas más frescas y
juveniles se agotan en establecerse, en la lucha por el destino. Pocas verdades más hondas que la de que, en la jerarquía de los
fenómenos sociales, los económicos son los primeros principios, los elementos36.
Y no es nuestro mal tanto la pobreza cuanto el empeño de aparentar lo que
no hay. La pobreza de la olla es algo más vaca que camero; el salpicón las más
noches, los duelos y quebrantos de los sábados y las lentejas de los viernes,
no pudieron por menos que concurrir con las noches pasadas de claro en claro en
la lectura de los libros de caballerías a secar el cerebro al pobre Alonso
el Bueno. Y aún corre vigente entre nosotros el aforismo del dómine
Cabra de que el hambre es salud, recluta prosélitos el doctor Sangredo, y sigue
asegurándose en grave que los tumores son de la fuerza de la sangre, y exceso
de salud los ataques de epilepsia. Y nos recetan dieta. Y ¡mucha cuenta con
decir la verdad! Al que la declare virilmente, sin ambages ni rodeos, acúsanle
los espíritus entecos y escépticos de pesimismo. Quiérense mantener la ridícula
comedia de un pueblo que finge engañarse respecto a su estado.
No hay Joven España ni cosa que lo valga, ni más protesta que la
refugiada en torno a las mesas de los cafés, donde se prodiga ingenio y se
malgasta vigor. Y esos mismos oradores protestantes de café, briosos y repletos
de vida no pocos, al verse en público, se comprimen, y perlesiados y como
fascinados a la mirada de la bestia colectiva, rompen en ensartar todas las
mayores vulgaridades y los cantos más rodados de la rutina pública.
Se ahoga a la juventud sin comprenderla, queriéndola grave y hecha y
formal desde luego; como Dios a Faraón se la ensordece primero, se la llama
después, y al ver que no responde, se la denigra. Nuestra sociedad es la vieja
y castiza familia patriarcal extendida. Vivimos en plena presbitocracia (vetustocracia se
la ha llamado), bajo el senado de las sachems, sufriendo
la imposición de viejos incapaces de comprender el espíritu joven y que
mormojean: «No empujar, muchachos», cuando no ejercen de manzanillos de los que
acogen a su sombra protectora. «Ah, usted es joven todavía, tiene tiempo por
delante...», es decir: «No es usted bastante camello todavía
para poder alternar». El apabullante escalafón cerrado de antigüedad y el tapón
en todo.
Los jóvenes mismos envejecen, o, más bien, se avejentan en seguida, se formalizan, se acamellan, encasillan y cuadriculan, y volviéndose correctos como un corcho, pueden entrar de peones en nuestro tablero de ajedrez, y si se conducen como buenos chicos, ascender a alfiles.
- IV -
Donde no hay juventud tampoco hay verdadero espíritu de asociación,
que brota del desbordamiento de vida, del vigor que se sale de madre y
trasvasa, Las sociedades nacen aquí osificadas, y esto cuando nacen, porque la
insociabilidad es uno de nuestros rasgos característicos. Dilatada a las
relaciones sexuales, fomenta nuestra insociabilidad el brutalismo masculino,
fuente de huraña grosería y de soeces desplantes, para acabar sometiendo a los
hombres como polichinelas a caprichos e intrigüelas mujeriles.
Apena el ánimo la
contemplación de los estragos de nuestra insocialibidad, de nuestro salvajismo
enmascarado.
Asombra a los que vivimos sumergidos en este pantano el remolino de
escuelas, sectas y agrupaciones que se hacen y deshacen en otros países, donde
pululan conventículos, grupos, revistas, y donde, entre fárragos de
excentricidades, borbota una vida potente. Aquí las gentes no se asocian sino
oficialmente, para dar dictámenes o informes, publicar latas y cobrar dietas,
Hay una asociación de escritores y artistas que lo mismo podría pasar por de
peluqueros; es una cooperativa funeraria y de Tersípcore a la par; su oficio,
pagar el entierro a los que se mueren y hacer bailar a los vivos.
Es que para asociarse se
precisan un principio asociante y un principio de asociación, y faltan uno y
otro donde la lucha por los garbanzos produce el atomismo, y la presbitocracia,
el estancamiento.
Todo es aquí cerrado y
estrecho, de lo que nos ofrece típico ejemplo la Prensa periódica. Forman los
chicos, los oficiales y los maestros de ella falange cerrada, sobre que extienden
el testudo de sus rodelas, y nadie la rompe ni penetra en sus
filas si antes no jura las ordenanzas y se viste el uniforme. Es esta Prensa
una verdadera balsa de agua encharcada, vive de sí misma; en cada Redacción se
tiene presente, no al público, sino las demás redacciones; los periodistas
escriben unos para otros, no conocen al público ni creen en él. La Literatura
al por menor ha invadido la Prensa, y aun los periodistas mismos, los mejores,
no son sino más o menos literatos de cosas leídas. La incapacidad indígena de
ver directa e inmediatamente y en vivo el hecho vivo, el que pasa por la calle,
se revela en la falta de verdaderos periodistas. A falta de otra cosa, el
brillo enfático de barniz retórico o la ingeniosidad de un batido delicuescente.
El reporter es el pinche de la
Redacción. Estúdiese nuestra Prensa periódica con sus flaquezas todas y al
verla fiel trasunto de nuestra sociedad no se puede por menos que exclamar al
oír execrarla neciamente:
Espejo verdadero, espejo de nuestro
achatamiento, de nuestra caza al destino, espejo de nuestra doblez,
de nuestra rutina y ramplonería. No es más que nuestro ambiente espesado,
concentrado, hecho conciencia. Sobre todo, de una corrección desesperante.
¡Menos formalidad y
corrección y más fundamentalidad y dirección! ¡Seriedad, y no gravedad! Y,
sobre todo, ¡libertad!, ¡libertad!; pero la honda, no la oficial. Hace estragos
el temor al ridículo el miedo al público, a la bestia multifauce.
Hay un misoneísmo feroz a
todo lo fresco y rozagante, razonable y vivo, y, en cambio, pasa lo absurdo si
viene envuelto en gravedad esquemática, hacen libre carrera todos los matoidismos y,
entre rechiflas vergonzantes, triunfan. Disértese de biología poliédrica, de
patología algebraica, de fisiología esquemática, de cualquier clase de
pentanoma pantanómica, hágase cualquier peralada, pero ¡ojo con
hablar de la ley de vida de las colonias o con poner peros a la fe en nuestro
ingénito valor! ¡Cuidadito con tocar a la marina!
Pasamos, lo dijo don Juan
Valera, de lo basto a lo cursi.
Y el mal parece que se
agrava y cunde; es cada día mayor la ignorancia, y la peor de todas, la que se
ignora a sí misma, la de la semi-ciencia presumida. Y a todo esto, mucho
denigrar la frivolidad francesa y poner por los suelos al utilísimo Larousse,
fuente casi única de información de algunos de nuestros conspicuos. ¡Y gracias!
Porque los que los critican y zahieren no han pasado de Wanderer.
La presunción es tanta, que
impide se empiece por el principio, por aprender conocimientos elementales en
cartillas científicas. El que quiere darse una tintura de ciencia comienza por
el fin, se va a las maduras sin haber pasado por las duras, y caerá en el
dictado de dómine pedantón e inaguantable cualquier conferenciante que,
conocedor de nuestros ilustrados públicos, empezara por exponerles el abecé
elemental de una disciplina. Sirve aquí el estado de los maestros de primeras
letras para tema de declamaciones retóricas; pero, en el fondo, se desprecia
hondamente, no ya sólo al maestro, a su función; desasnar muchachos es lo
último37.
Carecemos de la rica
experiencia que sacaban los castizos aventureros de nuestra Edad de Oro de sus
correrías por Flandes, Italia, América y otras tierras, aquellos que vertían en
sus producciones el fruto de una vida agitadísima, de incesante tráfago, y no
sustituimos esta experiencia con otra alguna. Hay abulia para el trabajo
modesto y la investigación directa, lenta y sosegada. Los más
laboriosos se convierten en receptáculo de ciencia hecha o en escarabajos
peloteros de lo último que sale por ahí fuera.
Se disputa quién se ha
enterado antes de algo, no quién lo ha comprendido mejor; lo que viste es estar
a lo último, recibir de París el libro con las hojas oliendo a tinta
tipográfica.
En la vida común y en el
comercio corriente de las gentes, la extrema pobreza de ideas nos lleva a
rellenar la conversación, como de ripio, de palabrotas torpes, disfrazando así
la tartamudez mental, hija de aquella pobreza; y la tosquedad de ingenio, ayuno
de sustancioso nutrimento, llévanos de la mano a recrearnos en el chiste
tabernario y bajamente obsceno. Persiste la propensión a la basta ordinariez
que señalé cual carácter de nuestro viejo realismo castizo.
Sobre esta miseria espiritual se extiende el pólipo político, y en esta anemia se congestionan los centros más o menos parlamentarios. En una bolitiquilla al menudeo suplanta la ingeniosidad al saber sólido, y se hacen escaramuzas de guerrillas. La pequeñez de la política extiende su virus por todas las demás expansiones del alma nacional. Y aun el pólipo está en crisis. Los viejos partidos, amojamados en su ordenancismo de corteza, se arrastran desecados, y brota, como signo de los tiempos, el del buen tono escéptico y de la distinción elegante, el neo-conservatorismo diletantesco y aseñoritado con golpes plutocráticos. Por otra parte, sudan los más populares por organizar almas hueras de ideas, hacer formas donde no hay sustancia, cohesionar átomos incoherentes, cuando, si hubiera rebullente germinación y savia de primavera, brotaría de sí el organismo potente, la sustancia tomaría espontáneamente forma al brotar al ambiente.
- V -
¿Y qué tiene que ver esto
con lo otro, con el casticismo? Mucho: éste es el desquite del viejo
espíritu histórico nacional, que reacciona contra la
europeización. Es la obra de la inquisición latente. Los caracteres que en otra
época pudieron damos primacía, nos tienen decaídos. La Inquisición fue un
instrumento de aislamiento, de proteccionismo casticista, de excluyente
individualidad de la casta. Impidió que brotara aquí la riquísima floración de
los países reformados, donde brotaban y rebrotaban sectas y más sectas, diferenciándose
en opulentísima multiformidad. Así es que levanta hoy aquí su cabeza calva y
seca la vieja encina podada.
A despecho de aduanas de
toda clase, fue cumpliéndose la europeización de España, siglo tras siglo, pero
muy trabajosamente y muy de superficie y cáscara. En este siglo, después de la
francesada, tuvimos la labor interna y fecunda de nuestras contiendas civiles;
llegó luego el esfuerzo del 68 al 74, y pasado él, hemos caído rendidos, en
pleno colapso. En tanto, reaparece la Inquisición íntima, nunca domada, a
despecho de la libertad oficial. Recobran fuerzas nuestros vicios nacionales,
castizos todos, la falta de lo que los ingleses llaman sympathy, la incapacidad de
comprender y sentir al prójimo como es, y rige nuestras relaciones de bandería,
de güelfos y gibelinos, aquel absurdo de qui
non est mecum, contra me est. Vive cada uno solo entre los demás, en un arenal yermo y
desnudo, donde se revuelven pobres espíritus encerrados en dermatoesqueletos
anémicos.
Con el sentido del ideal se
ha apagado el sentido religioso de las cosas, que acaso dormita en el fondo del
pueblo. ¡Qué bien se comprimió aquel ideal religioso que desbordaba en la
mística, que de las honduras del alma castiza sacaba soplo de libertad cuando
la casta reventaba de vida! Aún hay hoy menos libertad íntima que en la época
de nuestro fanatismo proverbial; definidores y familiares del
Santo Oficio se escandalizarían de la barbarie de nuestros obispos de levita y
censores laicos. Hacen melindres y se tapan los ojos con los dedos abiertos,
gritando: ¡profanación!, gentes que en su vida han sentido en el alma una
chispa de fervor religioso. ¡Ah!, es que en aquella edad de expansión e
irradiación vivía nuestra vieja casta abierta a todos los vientos, asentando
por todo el mundo sus tiendas.
Fue grande el alma
castellana cuando se abrió a los cuatro vientos y se derramó por el mundo
luego, cerró sus valvas, y aún no hemos despertado. Mientras fue la casta
fecunda, no se conoció como tal en sus diferencias; su ruina empezó el día en
que gritando: «mi yo, que me arrancan mi yo», se quiso encerrar en sí.
¿Está todo moribundo? No,
el porvenir de la sociedad española espera dentro de nuestra sociedad
histórica, en la intra-historia, en el pueblo desconocido, y no surgirá potente
hasta que le despierten vientos o ventarrones del ambiente europeo.
Eso del pueblo que calla,
ora y paga es un tropo insustancial para los que más le usan, y pasa cual
verdad inconcusa entre los que bullen en el vacío de nuestra vida histórica que
el pueblo es atrozmente bruto e inepto.
España está por descubrir,
y sólo la descubrirán españoles europeizados. Se ignora el paisaje38, y el paisanaje y la vida
toda de nuestro pueblo. Se ignora hasta la existencia de una literatura plebeya,
y nadie para su atención en las coplas de ciegos, en los pliegos de cordel y en
los novelones de a cuartillo de real entrega, que sirven de pasto aun a los que
no saben leer y los oyen. Nadie pregunta qué libros se enmugrecen en los
fogones de las alquerías y se deletrean en los corrillos de labriegos. Y
mientras unos importan bizantinismo de cascarilla y otros cultivan casticismos
librescos, alimenta el pueblo su fantasía con las viejas leyendas europeas de
los ciclos bretón y carolingio, con héroes que han corrido el mundo entero, y
mezcla a las hazañas de los Doce Pares, de Valdovino o Tirante el Blanco,
guapezas de José María y heroicidades de nuestras guerras civiles.
En esa muchedumbre que no
ha oído hablar de nuestros literatos de cartel hay una vida difusa y rica, un
alma inconciente en ese pueblo zafio, al que se desprecia sin conocerle.
Cuando se afirma que en el
espíritu colectivo de un pueblo, en el Volkgeist, hay algo más que la suma
de los caracteres comunes a los espíritus individuales que le integran, lo que
se afirma es que viven en él de un modo o de otro los caracteres todos de todos sus
componentes; se afirma la existencia de un nimbo colectivo, de una hondura del
alma común en que viven y obran todos los sentimientos, deseos y aspiraciones
que no concuerdan en forma definida, que no hay pensamiento alguno individual
que no repercuta en todos los demás, aun en sus contrarios, que hay una
verdadera subconciencia popular. El espíritu colectivo, si es vivo, lo es por
inclusión de todo el contenido anímico de relación de cada uno de sus miembros.
Cuando un hombre se
encierra en sí resistiendo cuanto puede al ambiente y empieza a vivir de sus
recuerdos, de su historia, a hurgarse en exámenes introspectivos
la conciencia, acaba ésta por hipertrofiarse sobre el fondo
subconciente. Este, en cambio, se enriquece y aviva a la frescura del ambiente,
como después de una excursión de campo volvemos a casa sin traer apenas un
recuerdo definido, pero llena el alma de voces de su naturaleza íntima,
despierta al contacto de la Naturaleza, su madre. Y así sucede a los pueblos
que, en sus encerronas y aislamientos, hipertrofian en su espíritu colectivo la
conciencia histórica, a expensas de la vida difusa intra-histórica,
que languidece por falta de ventilación; el pensamiento nacional,
trabajando hacia sí, acalla el rumor inarticulado de la vida que bajo él se
extiende. Hay pueblos que en puro mirarse al ombligo nacional caen en sueño
hipnótico y contemplan la nada.
Me siento impotente para
expresar cual quisiera esta idea que flota en mi mente sin contornos definidos,
renuncio a amontonar metáforas para llevar al espíritu del lector este concepto
de que la vida honda y difusa de la intra-historia de un pueblo se marchita
cuando las clases históricas le encierran en sí, y se vigoriza para
rejuvenecer, revivir y refrescar al pueblo todo al contacto del ambiente
exterior. Quisiera sugerir con toda la fuerza al lector la idea de que el
despertar de la vida de la muchedumbre difusa y de las regiones tiene que ir de
par y enlazado con el abrir de par en par las ventanas al campo europeo para
que se oree la patria. Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos en pueblo. El
pueblo, el hondo pueblo, el que vive bajo la Historia, es la masa común a todas
las castas, es su materia protoplasmática; lo diferenciante y excluyente son
las clases e instituciones históricas. Y éstas sólo se remozan zambulléndose en
aquél.
¡Fe, fe en la espontaneidad propia, fe en que siempre seremos nosotros, y venga la inundación de fuera, la ducha!
- VI -
ES una desolación: en
España, el pueblo es masa electoral y contribuible. Como no se le ama, no se le
estudia, y como no se le estudia, no se le conoce para amarle. El bachiller
Carrasco sigue confirmando a Sancho por «uno de los más solemnes mentecatos de
nuestros siglos», porque habla de testamento que no se puede revolcar.
Ni sus costumbres, ni su lengua39, ni sus sentimientos, ni
su vida, se conocen. Y, sin embargo, es hondamente castizo Pereda, no cuando
urde por su cuenta y riesgo tramas con hilos de nuestros viejos clásicos y
labra marquetería de lingüística libresca, sino cuando explota con tino y arte
la riquísima cantera del pueblo en que vive.
¿Que el pueblo es más
tradicionalista aún que los que viven en la Historia?... Es cierto, pero no al
modo de éstos; su tradición es la eterna. Como su ideal es más sentido que
pensado y como no toma formas y perfiles definidos y recortados, los que sólo
ven lo geométrico y formulable lo confunden con las interpretaciones que
de él se hacen.
A raíz de nuestra Gloriosa, tan castiza, dígase lo que se quiera, tan hondamente castiza, levantose, al parecer, en contra de ella, y en realidad para acabarla y extenderla, el pueblo de los campos, y hoy es el día en que no nos hemos explicado aún aquella oleada. Sólo vemos los programas, las fórmulas, las teorías y las doctrinas con que trataron de explicarla los que aparecían a su frente. Y, sin embargo, no faltó quien dijera, con vivo vislumbre de la verdad, que aquello no era partido, sino comunión, y que no tenía programa. ¿Cuándo se estudiará con amor aquel desbordamiento popular que trascendía de toda forma? ¡Cuántas cosas cabían en los pliegues de aquel lema: Dios, Patria y Rey! Le sucedió lo que ab hervidero religioso de la Italia del siglo XIII; lo encasillaron y formularon y cristalizaron, y hoy no se ve aquel empujé profundamente laico, democrático y popular, aquella protesta contra todo mandarinato, todo intelectualismo, todo jacobinismo, contra todo aristocratismo y centralización unificadora. Fue un movimiento más europeo que español, un irrumpir de lo sub-conciente en la conciencia, de lo intra-histórico en la Historia. Pero en ésta se empantanó, y al adquirir programa y forma, perdió su virtud. ¿Para qué seguir escribiendo de un momento intra-histórico que sólo vemos con prejuicios históricos? Quédese para otra ocasión.
Es ya cosa de cerrar estas divagaciones
deshilvanadas en que lo por decir queda mucho más que lo dicho. Era mi deseo
desarrollar más por extenso la idea de que los casticismos reflexivos,
concientes y definidos, los que se buscan en el pasado histórico o
a partir de él, persisten no más que en el presente también histórico,
no son más que instrumentos de empobrecimiento espiritual de un pueblo; que la
mariposa tiene que romper el capullo que formó de su sustancia de gusano; que
el cultivo de lo meramente diferencial de un individuo o un pueblo, no
subordinándolo bien a lo común a todos, al sarcoda, exalta un
capullo de individualidad a expensas de la personalidad integral; que la
miseria mental de España arranca del aislamiento en que nos puso toda una
conducta cifrada en el proteccionismo inquisitorial que ahogó en su cuna la
Reforma castiza e impidió la entrada a la europea; que en la intra-historia
vive con la masa difusa y desdeñada el principio de honda continuidad
internacional y de cosmopolitismo, el plotoplasma universal humano; que sólo
abriendo las ventanas a vientos europeos, empapándonos en el ambiente
continental, teniendo fe en que no perderemos nuestra personalidad al hacerlo,
europeizándonos para hacer España y chapuzándonos en pueblo, regeneraremos esta
etapa moral. Con el aire de fuerza regenero mi sangre, no
respirando el que exhalo. Mi deseo era desarrollar todo eso, y me encuentro al
fin de la jornada con una serie de notas sueltas, especie de sarta sin cuerda,
en que se apuntan muchas cosas y casi ninguna se acaba. El lector sensato
pondrá el método que falta y llenará los huecos. Me temo que si lo intentara
yo, volvería a perderme en digresiones, y en vez de repasar con paso firme el
camino seguido, me metería en nuevas veredas, sendejas y vericuetos a derecha e
izquierda, a guisa de perro que se pasea en incesante ir y venir. Prefiero
dejarlo todo en su indeterminación, y me daría por pagado si lograra
sugerir una sola idea a un solo lector.
¡Ojalá
una verdadera juventud, animosa y libre, rompiendo la malla que nos ahoga y la
monotonía uniforme en que estamos alineados, se vuelva con amor a estudiar el
pueblo que nos sustenta a todos, y abriendo el pecho y los ojos a las
corrientes todas ultrapirenaicas y sin encerrarse en capullos casticistas, jugo
seco y muerto de gusano histórico, ni en diferenciaciones nacionales
excluyentes, avive con la ducha reconfortante de los jóvenes ideales
cosmopolitas el espíritu colectivo intracastizo que duerme esperando un
redentor!
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