ÍNDICE
Introducción
La Educación y el Significado de la Vida La
Verdadera Clase de Educación Intelecto, Autoridad e Inteligencia
La Educación y la Paz Mundial La Escuela
Padres y Maestros
El Sexo y el Matrimonio Arte,
Belleza y Creación
La Educación y el Significado de la Vida
Cuando se viaje alrededor del mundo, se observa hasta qué grado extraordinario la naturaleza humana es la misma, ya sea en India o en
América, en Europa o Australia. Puede corroborarse este hecho
especialmente en los colegios y universidades. Estamos produciendo, como por molde, un tipo de ser humano cuyo principal interés
en la vida es encontrar seguridad, llegar a ser un personaje
importante, o meramente divertirse con la mínima reflexión posible.
La educación convencional hace sumamente
difícil el pensamiento independiente. La conformidad
conduce a la mediocridad. Ser diferente del grupo o resistir el ambiente no es fácil, y a menudo es peligroso, mientras
rindamos culto al éxito. La urgencia de alcanzar
éxito en la vida, que es la recompensa
que esperamos por nuestro trabajo,
ya sea en lo material
o en la llamada esfera
espiritual, la búsqueda de
seguridad interna o externa, el deseo de conformidad,
todo este proceso ahoga el descontento, pone fin a la espontaneidad y engendra el temor, y el temor obstruye la
inteligente comprensión de la vida. A medida que se envejece, la mente
se embota y se insensibiliza el corazón.
En
la búsqueda de bienestar y comodidad generalmente nos refugiamos en un rincón
de la vida donde encontramos un
mínimo de conflictos, y entonces tenemos miedo de salir de ese refugio. Este temor a la vida, este temor
a la lucha y a las nuevas experiencias, mata en nosotros el espíritu de aventura. Toda la educación que hemos recibido nos hacer temer el ser diferentes a los demás o el pensar de
distinta manera a la norma establecida por la sociedad, que aparentemente
respeta la autoridad y la tradición.
Afortunadamente
hay unos pocos que son sinceros; que están deseosos de examinar los problemas humanos sin prejuicios de
ninguna clase; pero en la gran mayoría de nosotros no existe el espíritu
de la conformidad ni el de la rebeldía. Cuando sin la actitud de comprensión cedemos a las circunstancias del
ambiente, el espíritu de rebeldía que pudiéramos haber tenido desaparece y nuestras responsabilidades pronto le ponen fin.
La rebeldía
es de dos clases: la violenta, que es una mera
reacción, sin entendimiento, contra el orden
establecido; y la rebeldía profundamente psicológica de la inteligencia. Hay
muchos que se rebelan contra la
ortodoxia establecida sólo para caer en otras ortodoxias, en otras ilusiones y en ocultas indulgencias para
sí mismos. Lo que generalmente sucede es que nos separamos de un grupo o de un círculo de
ideales y nos identificamos con otros grupos u otros ideales creando así una nueva norma de pensamiento contra la
cual tendremos que rebelarnos más adelante. La reacción sólo produce oposición
y la reforma necesita reformas
ulteriores.
Pero hay una rebeldía inteligente que no es
reacción y que viene del conocimiento propio,
como consecuencia de la comprensión de nuestros pensamientos y
sentimientos. Es sólo cuando nos
enfrentamos con la experiencia tal como se presenta sin evitar perturbaciones, que mantenemos alerta
nuestra inteligencia; y la inteligencia sumamente alerta es intuición, que es la única
verdadera guía de la vida.
Ahora bien, ¿qué significa la vida? ¿Para que vivimos y luchamos? Si nos educamos simplemente para lograr honores, o alcanzar una buena posición, o ser más eficientes, poder dominar a los demás, entonces nuestras vidas estarán vacías y carecerán de profundidad. Si sólo nos educamos para ser científicos, eruditos aferrados a los libros, o especialistas apasionados por el conocimiento, entonces estaremos contribuyendo a la destrucción y a la miseria del mundo.
Aunque
existe una más alta y más noble significación de la vida, ¿qué valor tiene la
educación si no la descubrimos
jamás? Podemos ser muy instruidos, pero si no tenemos una honda integración de pensamiento y sentimiento,
nuestras vidas resultan incompletas, contradictorias y atormentadas por innumerables temores;
y mientras la educación no cultive una visión integral
de la vida, tiene muy poca significación.
En
nuestra civilización actual hemos dividido la vida en tantos departamentos que
la educación tiene muy poco
significado, excepto cuando aprendemos una profesión o una técnica determinada. En vez de despertar
la inteligencia integral
del individuo, la educación lo estimula para que se ajuste a un molde, y por lo
tanto, le impide la comprensión de sí mismo como un proceso total. Intentar resolver los muchos problemas de
la vida en sus respectivos niveles, separados como están en varias categorías, indica una completa
falta de comprensión.
El
individuo se compone de diferentes entidades, pero el acentuar esas diferencias
y el estimular el desarrollo de un
tipo definido, lleva a muchas complejidades y contradicciones. La
educación debe efectuar
la integración de estas entidades
separadas, porque sin integración la vida
se convierte en una serie de conflictos y sufrimientos. ¿De qué vale que nos hagamos abogados, si perpetuamos los pleitos? ¿De
que vale el conocimiento, si continuamos en la
confusión? ¿De que valen las habilidades técnicas e industriales si las usamos para destruirnos? ¿Cuál es el valor de la
existencia si nos ha de llevar a la violencia y a la completa desdicha? Aunque tengamos dinero o
podamos ganarlo, aunque disfrutemos de nuestros placeres y tengamos nuestras organizaciones religiosas estamos
en conflicto con nosotros mismos.
Debemos establecer la diferencia entre lo personal
y lo individual. Lo personal
es accidental; y entiendo
por accidental las circunstancias de nacimiento, el ambiente en que nos hemos criado, con su nacionalismo, sus
supersticiones, sus diferencias de clase y sus prejuicios. Lo personal o accidental es sólo momentáneo,
aunque ese momento dure toda la vida. Y como
los actuales sistemas educativos están basados en lo personal,
accidental o momentáneo, tienen como
resultado la perversión del pensamiento y la inculcación de temores para la propia
defensa.
Todos nosotros hemos sido adiestrados por
la educación y el ambiente para buscar el medro personal y la seguridad, y para luchar en beneficio propio.
Aunque lo disimulemos con eufemismos, hemos sido educados
para las varias
profesiones dentro de un sistema
basado en la explotación y el miedo adquisitivo.
Tal adiestramiento tiene inevitablemente que traer confusión y miseria para nosotros y para el mundo, porque crea
en cada individuo barreras psicológicas que lo separan
y lo mantiene aislado de los demás.
La educación no es meramente asunto de
adiestrar la mente. La instrucción contribuye a la eficiencia, pero no produce integración. Una mente educada de
esta manera es la continuación del
pasado, y no está en condiciones de descubrir lo nuevo. Es por eso que para averiguar
en qué consiste la verdadera educación, tenemos que examinar la total significación de la vida.
Para la mayor parte de nosotros el significado de la vida como un todo no es de primordial importancia, y nuestra educación subraya los valores secundarios haciéndonos simples conocedores de alguna rama del saber. Aunque el saber y la eficiencia son necesarios, el recalcarlos demasiado sólo nos leva al conflicto y a la confusión.
Hay
una eficacia inspirada por el amor, que va mucho más lejos y es mucho más
grande que la eficacia inspirada por
la ambición; y sin amor, que es lo que nos da una comprensión integral de la vida, la eficacia sólo engendra
crueldad. ¿No es esto lo que está sucediendo actualmente en todas partes del mundo? Nuestra educación actual está
acoplada a la industrialización y a la guerra,
siendo su fin principal desarrollar la eficiencia, y nosotros nos encontramos
atrapados en esta maquinaria de
competencia despiadada y mutua destrucción. Si la educación nos ha de llevar
a la guerra, si nos enseña a destruir o ser destruidos, ¿no ha fracasado totalmente?
Para lograr la verdadera educación, debemos
evidentemente comprender el significado de la
vida integral, y para ello tenemos que adquirir la capacidad de pensar con rectitud
y fidelidad, más bien que seguir una
línea de pensamiento. Un pensador consecuente es un apersona irreflexiva, porque se ajusta a una norma.
Repite frases y piensa rutinariamente a lo largo de un surco. No podemos comprender la existencia de un modo
abstracto o teórico. Comprender la
vida es comprendernos a nosotros mismos y estos es conjuntamente el principio y
el fin de la educación.
La educación no es la simple adquisición de
conocimientos, ni coleccionar y correlacionar
datos, sino ver la significación de la vida como un todo.
Pero el todo no se puede entender
desde un solo punto de vista, que es lo que intentan hacer los
gobiernos, las religiones organizadas y los partidos autoritarios.
La función de la educación es crear seres
humanos integrados, y por lo tanto, inteligentes. Podemos adquirir títulos y ser eficientes en el aspecto mecánico
sin ser inteligentes. La inteligencia no es mera información; no se
deriva de los libros ni consiste en la capacidad de reaccionar hábilmente en defensa propia o de hacer afirmaciones agresivas. Uno que no haya estudiado
puede ser más inteligente que un erudito. Medimos la inteligencia en términos de títulos y exámenes y hemos desarrollado
mentes astutas que esquivan los vitales problemas humanos. Inteligencia es la capacidad para percibir lo esencial,
lo que “es” y educación es el proceso de despertar esta capacidad en nosotros mismos
y en los demás.
La educación debe ayudarnos a descubrir
valores permanentes para que no nos conformemos meramente con fórmulas y lemas. La educación nos debe ayudar a
demoler las barreras sociales y
nacionales en lugar de reforzarlas, porque éstas crean antagonismos entre los hombres. Desgraciadamente el actual
sistema de educación nos torna en seres serviles, mecánicos y profundamente irreflexivos. Aunque nos despierta el intelecto, interiormente nos deja incompletos, ridículos, incapaces de crear.
Sin
una comprensión integral de la vida, nuestros problemas individuales y
colectivos crecen y se agudizan en
todos sentidos. El objetivo de la educación no es sólo producir simples
eruditos, técnicos y buscadores de
empleos, sino hombres y mujeres integradas, libres de temor, porque sólo
entre tales seres humanos puede haber paz duradera.
Es
en la comprensión de nosotros mismos que el temor se desvanece. Si el individuo
ha de luchar con la vida de momento a
momento; si ha de hacer frente a sus complejidades, a sus miserias
y repentinas exigencias, tiene que ser infinitamente flexible, y por lo tanto, estar libre de teorías y normas determinadas de pensamiento. La educación no debe estimular al
individuo a que se ajuste a la sociedad, ni a que se manifieste en armonía negativa con ella, sino que debe ayudarlo
a descubrir los verdaderos valores
que surgen como resultado de la investigación desapasionada y de la comprensión
de sí mismo. Cuando no hay
conocimiento propio, la auto expresión se convierte en autoafirmación, con todos sus conflictos ambiciosos y agresivos. La educación debe despertar en el individuo la capacidad para
comprenderse a sí mismo, y no simplemente entregarse a la complacencia de la auto expresión.
¿De qué sirve el instruirse si en el
proceso de vivir nos estamos destruyendo? Ante la serie de guerras devastadoras que hemos sufrido
una tras otra, tenemos que llegar a la conclusión obvia de que hay algo radicalmente erróneo en la educación de
nuestros niños. Creo que la mayor
parte de nosotros nos damos cuenta de ello, pero no sabemos cómo afrontar el problema.
Los sistemas educativos o
políticos no cambian misteriosamente; se transforman cuando nosotros cambiamos fundamentalmente. El
individuo es de primordial importancia, no el
sistema; y mientras
el individuo no comprenda
el proceso total de su propia existencia, no hay sistema,
sea de derecha o de izquierda, que pueda traer orden y paz al mundo.
La Verdadera
Clase de Educación
El hombre ignorante no es el iletrado, sino
el que no se conoce a sí mismo; y el hombre instruido
es ignorante cuando pone toda su confianza en los libros, en el conocimiento y
en la autoridad externa
para derivar de ellos la comprensión. La comprensión sólo viene mediante
el propio conocimiento, que es
darnos cuenta de nuestro proceso psicológico total. La educación, pues, en su verdadero sentido, es la
comprensión de uno mismo, porque dentro de cada uno de nosotros es donde se concentra la totalidad de la existencia.
Lo que ahora llamamos educación es la
acumulación de datos y conocimientos por medio de los libros, cosa factible a cualquiera que puede leer. Una educación así, ofrece una forma sutil de
escaparnos de nosotros mismos y, como toda huida, inevitablemente aumenta
nuestra desdicha.
El conflicto y la confusión resultan de nuestra relación errónea con todo lo
que nos rodea –gente, cosas, ideas-,
y hasta que no entendamos bien esa relación y la alteremos, la mera instrucción, la adquisición de datos
y habilidades, nos conducirán inevitablemente al caos envolvente y la destrucción.
Según
está ahora organizada la sociedad, enviamos a nuestros hijos a la escuela para
aprender alguna técnica con la cual
puedan finalmente ganarse la vida. Queremos hacer de nuestros hijos, ante todo, especialistas, esperando
así darles estabilidad económica segura. Pero, ¿acaso puede la técnica capacitarnos para conocernos a nosotros mismos?
Si
bien es necesario a todas luces saber leer y escribir y aprender ingeniería o
cualquiera otra profesión, ¿nos dará
la técnica capacidad para comprender la vida? Indudablemente, la técnica es secundaria, y si la técnica es lo
único que buscamos, es obvio que estamos negando la parte más importante
de la vida.
La vida es dolor, gozo, belleza,
fealdad, amor; y cuando la comprendemos en su totalidad, en todos sus niveles,
esa comprensión crea su propia técnica.
Pero lo contrario es falso;
la técnica jamás puede
producir la comprensión creadora.
La educación actual es un completo fracaso porque le da demasiada importancia a la técnica. Al subrayar la técnica, destruimos al hombre. Cultivar la capacidad y la eficiencia sin la comprensión de la vida, sin tener una percepción completa de cómo funcionan el pensamiento y el deseo, sólo logrará aumentar nuestra crueldad, que es lo que engendra las guerras y poneen peligro nuestra seguridad física. El desarrollo exclusivo de la técnica ha producido científicos, matemáticos, constructores de puentes, conquistadores del espacio; pero, ¿comprenden ellos acaso el proceso total de la vida? ¿Puede algún especialista sentir la vida como un todo? Sí, sólo cuando deje de ser especialista.
El progreso tecnológico resuelve
ciertas clases de problemas en un nivel determinado, pero también introduce problemas más amplios y
profundos. Vivir en un solo nivel, sin tener en cuenta el proceso total de vida, es atraer
la miseria y la destrucción. La mayor necesidad, el problema más urgente
de cada individuo, es tener una comprensión integral
de la vida, que lo ponga en condiciones de resolver satisfactoriamente sus crecientes complejidades.
El conocimiento técnico, aunque
necesario, no resolverá en modo alguno nuestras tensiones y conflictos psicológicos internos:
y es por haber adquirido conocimientos técnicos sin comprender el proceso total de la vida, que la tecnología se ha
convertido en un instrumento para nuestra
propia destrucción. El hombre que sabe desintegrar el átomo, pero no tiene amor en su corazón,
se convierte en un monstruo.
Elijamos
una vocación de acuerdo con nuestras capacidades; pero el hecho de seguir una vocación ¿nos librará de conflictos y
confusiones? Al parecer necesitamos de preparación técnica; pero una vez graduados de ingenieros, médicos, o
contables, entonces ¿qué? ¿Es la práctica
de una profesión la plenitud de la vida? Aparentemente así es para muchos de nosotros. Nuestras profesiones pueden
mantenernos ocupados la mayor parte de nuestra
existencia, pero las mismas cosas que producimos y que nos fascinan,
causan nuestra destrucción y nuestra
miseria. Nuestras actitudes y nuestros valores hacen de las cosas y de las ocupaciones instrumentos de envidia,
amargura y odio.
Sin
la comprensión de nosotros mismos, la mera ocupación nos lleva a la frustración
con sus inevitables evasiones a
través de toda clase de actividades perjudiciales. La técnica sin la verdadera comprensión conduce a la
enemistad y a la crueldad, las cuales tratamos de enmascarar con frases agradables al oído. ¿De qué vale recalcar
la técnica y convertirse en seres
eficientes si el resultado es la mutua destrucción? Nuestro progreso técnico es fantástico, pero sólo ha logrado aumentar
nuestro poder para destruirnos los unos a los otros y hay hambre
y miseria en todas las regiones de la Tierra.
No somos felices
ni tenemos paz.
Cuando la función de ejercer una profesión es de máxima
importancia, la vida se hace aburrida y oscura, convirtiéndose en una rutina
mecánica, de la cual huimos por medio de toda clase de distracciones. La acumulación de hechos y el desarrollo de la capacidad intelectual, a lo cual llamamos educación nos ha privado de
la plenitud de la vida y de la acción integradas. Es porque no entendemos el proceso total de la vida que nos
aferramos tanto a la capacidad y la eficiencia,
que de esta manera asumen avasalladora importancia. Pero el todo no puede comprenderse si sólo estudiamos una parte.
El todo sólo puede comprenderse mediante la acción y la
vivencia.
Otro
factor que nos induce a cultivar la técnica es que ella nos da un sentido de
seguridad, no sólo económica, sino
también psicológica. Es tranquilizador saber que somos capaces y eficientes. Saber que podemos tocar el
piano o construir una casa nos da una sensación de vitalidad, de agresiva independencia; pero destacar la capacidad
por el deseo de seguridad psicológica es negar la plenitud de la vida. Jamás puede preverse el contenido de la vida; debe vivirse renovadamente a cada instante;
pero le tememos a lo desconocido y por esto establecemos
para nuestro beneficio zonas de seguridad psicológica en forma de sistemas, técnicas y creencias. Mientras busquemos
la seguridad interna, el proceso total de la vida no puede comprenderse.
La verdadera educación, al mismo tiempo
que estimula el aprendizaje de una técnica, debe realizar algo de mayor importancia; debe ayudar al hombre a experimentar,
a sentir el proceso integral de la vida.
Es esta vivencia la que colocará
la capacidad y la técnica en su verdadero lugar. Si alguien
tiene algo que decir, el acto
de decirlo crea su propio estilo, pero aprender un estilo sin la vivencia interna
sólo conduce a la superficialidad.
En
todas partes del mundo los ingenieros diseñan febrilmente nuevas máquinas que
no necesitan ser manipuladas por el
hombre. En una vida gobernada casi completamente por la máquina, ¿en qué se ha de convertir
el ser humano? Tendremos Cada vez más tiempo ocioso
sin saber emplearlo con cordura, y procuraremos escapar de la ociosidad
adquiriendo más conocimientos, buscando
diversiones enervantes o forjando nuevos
ideales.
Creo
que se han escrito muchos volúmenes sobre los ideales educativos; sin embargo,
estamos en mayor confusión que
nunca. No existe método alguno por medio del cual se pueda educar a un niño para que sea libre e íntegro.
Mientras nos preocupamos por los principios, los ideales y los métodos, no ayudamos al individuo a
liberarse de sus actividades egocéntricas con todos sus temores y conflictos.
Los
ideales y los planes para una perfecta utopía, jamás nos traerán el cambio
radical del corazón que es esencial,
si hemos de poner fin a la guerra y a la destrucción universal. Los ideales
no pueden cambiar
nuestros valores actuales:
Sólo pueden cambiarse mediante una educación genuina, que ha de fomentar
la comprensión de lo que “es “.
Cuando
trabajamos unidos por la realización de un ideal, para el futuro, formamos a
los individuos de acuerdo con nuestra
concepción de ese futuro; no nos preocupamos en absoluto por los seres humanos, sino por la idea que tenemos de lo que los individuos deben ser. Lo que debe ser resulta
mucho más importante para nosotros que lo que es o sea, el individuo con sus complejidades. Si comenzamos por
comprender al individuo directamente, en vez de verlo a través nuestra visión
de lo que debe ser, entonces sí nos interesamos en ver lo que es.
Entones ya no deseamos
transformar al individuo en otra cosa, sino ayudarlo
a comprenderse a sí mismo; y en esto no hay provecho ni
motivo personal. Si nos mantenemos totalmente
atentos a lo que es, lo comprenderemos y nos veremos libre de ello, pero
para estar atentos a lo que somos, tenemos que dejar de luchar por algo que no somos.
Los
ideales no tienen lugar en la educación porque impiden la comprensión del
presente. NO hay duda de que podemos
prestar atención a lo que es, sólo cuando dejamos de huir hacia el futuro.
Mirar al futuro,
luchar por un ideal, indica
pereza mental y deseo de evitar el presente.
¿No es la búsqueda de una utopía teórica concebida previamente, la negación de la libertad e integridad del individuo? Cuando uno sigue un ideal, una norma, cuando uno tiene ya una fórmula de lo que debe ser, ¿no está viviendo una vida muy superficial y automática? Lo que necesitamos no son ideales ni individuos con mentes mecanizadas, sino seres humanos integrales que sean inteligentes y libres. Forjarse el modelo de lo que debe ser una sociedad perfecta es motivo de luchas, y derramamientos de sangre por lo que debe ser, mientras ignoramos lo que “es”.
Si
los seres humanos fuesen entes mecánicos o máquinas automáticas, se podría
predecir su futuro y se podría además
trazar planes para una Utopía perfecta. Entonces podríamos hacer meticulosamente el plan de una sociedad
futura, y trabajar para lograr su realización. Pero los seres humanos no son máquinas
destinadas a trabajar según un modelo determinado.
Entre
el tiempo presente y el futuro existe un inmenso intervalo, en el cual actúan
sobre cada uno de nosotros innumerables influencias; y si sacrificamos el presente por el futuro,
seguimos trayectorias erróneas hacia un probable fin correcto. Pero los
medios determinan el fin; y además, ¿Quiénes
somos nosotros para decidir lo que el hombre debe ser? ¿Con qué derecho
pretendemos moldearle de acuerdo con un determinado patrón derivado de
algún libro, o forjado por nuestras propias
ambiciones, esperanzas y temores?
La verdadera educación no tiene nada
que ver con ninguna ideología, por mucho que ésta prometa una utopía futura; ni está fundada en ningún sistema,
por bien pensado que sea; ni tampoco
constituye un medio de condicionar al individuo de una manera especial.
La educación, en el verdadero sentido,
capacita al individuo
para ser maduro y libre;
para florecer abundantemente en amor y bondad. En esto
es que debiéramos estar interesados y no en moldear al niño de acuerdo con una norma idealista.
Cualquier
método que clasifique a los niños de acuerdo con su temperamento y aptitud, no hace más que acentuar sus diferencias; crea antagonismos, estimula las divisiones
sociales y no ayuda a desarrollar seres humanos
íntegros. Es evidente, pues, que ningún método ni ningún sistema pueden asegurar una verdadera educación, y la
estricta adhesión a un método particular
demuestra indolencia por parte del educador. Mientras la educación se base en principios preparados de antemano, podrá
tal vez producir hombres y mujeres eficientes, pero no seres humanos creadores.
Sólo el amor puede crear la comprensión de
los demás. Donde hay amor hay comunión instantánea con los otros, en el
mismo nivel y al mismo tiempo. Por ser nosotros
mismos tan secos, tan vacíos, tan faltos de amor,
hemos permitido que los gobiernos y los sistemas se encarguen de la educación de nuestros hijos y de la dirección de
nuestras vidas; mas los gobiernos
quieren técnicos eficientes, y no seres humanos, porque los seres humanos son peligrosos para los gobiernos, así como
también para las religiones organizadas. Por esto es que los gobiernos
y las organizaciones religiosas buscan el dominio
sobre la educación.
La vida no puede adecuarse a un sistema, no puede estar sujeta a una norma, por noble que ésta se conciba; y una mente que se ha formado sólo de hechos y conocimientos es incapaz de enfrentarse a la vida en toda su diversidad, su sutileza, su profundidad y sus grandes alturas. Cuando educamos a nuestros hijos de acuerdo con un sistema de pensamiento o una disciplina particular, cuando les enseñamos a pensar dentro de determinados surcos y divisiones, les impedimos que lleguen a ser hombres y mujeres íntegros, y por consecuencia resultan incapaces de pensar inteligentemente, o sea de hacerle frente a la vida en su totalidad.
La
suprema función de la educación es producir un individuo integro que sea capaz
de habérselas con la vida como un
todo. Tanto el idealista, como el especialista, no se preocupan por el todo, sino por una parte. No
puede haber integración mientras uno persigue un modelo ideal de acción; y la mayoría de los maestros que son
idealistas han desechado el amor, porque
tienen la mente seca y el corazón duro. Para estudiar a un niño, uno tiene que
estar alerta, vigilante, sensible,
receptivo; y esto requiere mucha mayor inteligencia y afecto que para animarlo a seguir un ideal.
Otra función de la educación es crear
nuevos valores. Implantar únicamente en la mente del niño valores ya existentes para moldearlo conforma a ciertos
ideales, es condicionarlo sin despertar su inteligencia. La educación está íntimamente relacionada con la presente
crisis del mundo, y el educador que ve las causas de
este caos universal, debería preguntarse cómo ha de despertar la inteligencia en el estudiante,
para así ayudar a la futura generación a no traer ulteriores conflictos y desastres. El educador debe poner todo su pensamiento, todo su cuidado y afecto en la creación de un
verdadero ambiente y en el desarrollo de la comprensión,
de tal modo que cuando el niño haya crecido y madurado sea capaz de enfrentarse inteligentemente con los
problemas humanos que se le presenten. Pero para poder hacer esto,
el educador debe comprenderse a sí mismo,
en vez de confiar en ideologías, sistemas
y creencias.
No
pensemos en términos de principios e ideas; por lo contrario, demos atención a
las cosas tal como son; porque es la
consideración de lo que es lo que despierta la inteligencia, y la inteligencia del educador es mucho más importante que su conocimiento de un nuevo método de educación.
Cuando seguimos un método, aunque éste haya sido elaborado por una persona reflexiva e inteligente, el método se convierte en algo muy importante; y los niños sólo resultan importantes en la medida en que encajen dentro del método. Medimos y clasificamos al niño, y después procedemos a educarlo con arreglo a algún plan. Este procedimiento puede ser conveniente para el maestro, pero ni la práctica de un sistema, ni la tiranía de la opinión y del proceso de aprendizaje, pueden producir un ser humano íntegro.
La verdadera educación consiste en comprender al niño tal como es, sin imponerle un ideal de lo que opinamos que debiera ser. Encuadrarle en el marco de un ideal es incitarlo a ajustarse a ese ideal, lo que engendra en él temores y le produce un conflicto constante entre lo que es y lo que debiera ser; y todos los conflictos internos tienen sus manifestaciones externas en la sociedad. Los ideales son un obstáculo real para nuestra comprensión del niño y para que el niño se comprenda a sí mismo.
Un padre de familia que quiere realmente comprender a su hijo no lo mira a través del velo de un ideal. Si ama a su hijo, lo observa directamente, estudia sus tendencias, sus caprichos, sus peculiaridades. Es sólo cuando no sentimos amor por el niño que le imponemos un ideal, porque entonces son nuestras ambiciones las que tratan de realizarse en él, queriendo que llegue a ser esto o aquello. Si amamos al niño, entonces hay una posibilidad de ayudarle a que se comprenda a sí mismo tal como es.
Si un niño miente, por ejemplo, ¿de qué sirve ponerle delante el ideal de la verdad? Primero hay que averiguar por qué miente. Para ayudarlo necesitamos tiempo para estudiarlo y observarlo, lo cual requiere paciencia, amor y cuidado; por otra parte, cuando no sentimos amor ni tenemos comprensión, obligamos al niño a seguir un molde que llamamos un ideal.
Los ideales son un escape conveniente, y el maestro que los sigue es incapaz de comprender a sus alumnos y de trabajar con ellos inteligentemente. Para ese maestro el ideal futuro, lo que el niño debe ser, es mucho más importante que lo que el niño es en el presente. La persecución de un ideal excluye el amor, y sin amor no se puede resolver ningún problema humano.
Si el maestro es un verdadero maestro, no dependerá de un método, sino que estudiará a cada alumno individualmente. En nuestras relaciones con los niños y los jóvenes, debemos pensar que no estamos bregando con artefactos mecánicos, que se pueden reparar con facilidad, sino seres vivientes, que son impresionables, volubles, miedosos, sensibles, afectuosos; y que para convivir con ellos tenemos que estar dotados de gran comprensión, tenemos que poseer la fuerza de la paciencia y del amor. Si nos faltan estas cualidades, buscamos remedios fáciles y rápidos con la esperanza de obtener resultados maravillosos y automáticos. Si no estamos alertas, si nuestras actitudes y acciones son mecánicas, nos asustaremos ante cualquier exigencia perturbadora que no podamos vencer por reacciones automáticas; y ésta es una de nuestras mayores dificultades en la educación.
El niño es el resultado del pasado y del presente y está ya condicionado por estas circunstancias. Si le transmitimos nuestro pasado, perpetuaremos su condicionamiento y el nuestro. Hay una transformación radical sólo cuando comprendemos nuestro condicionamiento y nos libertamos de él. Discutir lo que debe ser la verdadera educación, mientras nosotros mismos estamos condicionados, es completamente fútil.
Mientras
los niños son tiernos, debemos, por supuesto, protegerlos de todo daño físico,
e impedir que se sientan físicamente
inseguros. Pero desgraciadamente no nos detenemos ahí; queremos dar forma a su manera de pensar y sentir; queremos amoldarlos a nuestros anhelos
e intenciones. Procuramos plasmarlo en nuestros hijos para perpetuar
en ellos nuestro
ser.
Construimos
muros a su alrededor, los condicionamos con nuestras creencias ideológicas, con nuestros temores y esperanzas, y entonces
nos lamentamos y oramos cuando los matan o los
mutilan en las guerras, o cuando sufren de alguna otra manera con las experiencias de la vida.
Tales experiencias no proporcionan libertad;
por el contrario, fortifican la voluntad del “yo”. El “yo”
está compuesto de una serie de reacciones defensivas y expansivas, y su
realización se manifiesta siempre
en sus propias proyecciones y en las identificaciones que lo satisfacen.
Mientras
traduzcamos la vivencia en términos del “yo” del “mi”, y de “lo mío”; mientras
el “yo”, el “ego”, se mantenga por medio de sus reacciones, la experiencia no podrá liberarse del conflicto de la
confusión y del dolor. La libertad sólo existe cuando comprendemos las actuaciones del “yo”, del que vive la
experiencia. Solo cuando el “yo” con sus acumuladas reacciones, no es el que vive la experiencia, esa vivencia
adquiere una significación completamente diferente y se convierte en creación.
Si ayudáramos al niño a liberarse de las actuaciones del ego, que causan tanto sufrimiento, entonces cada uno de nosotros se dispondría a alterar profundamente su actitud y su relación con el niño. Los padres y los educadores, mediante su propio pensamiento y conducta, pueden ayudar al niño a liberarse y a florecer en amor y bondad.
La educación actual no estimula en modo alguno la comprensión de las tendencias heredadas y de las influencias ambientales, que condicionan la mente y el corazón y mantienen el temor; y por lo tanto no nos ayuda a romper con los condicionamientos y a crear seres humanos íntegros. Cualquier forma de educación que se ocupe sólo de una parte, y no de la totalidad del hombre, inevitablemente ha de aumentar los conflictos y los sufrimientos.
Es sólo en la libertad individual que el amor y la bondad pueden florecer; y sólo la verdadera clase de educación puede ofrecer esa libertad. Ni la conformidad con la sociedad del presente, ni la promesa de una utopía futura, podrán dar jamás al individuo la intuición, sin la cual está creando problemas constantemente.
El verdadero educador, viendo la naturaleza interna de la libertad, ayuda a cada alumno individualmente a observar y a comprender los valores e imposiciones que son proyección de sí mismo; lo ayuda a estar alerta a las influencias condicionadas que lo rodean, y a sus propios deseos, factores ambos que limitan su mente y engendran temor; lo ayuda según va haciéndose hombre, a observarse y comprenderse en relación con todas las cosas, porque es el ansia de la realización del yo, lo que trae conflictos y tristezas interminables.
Indudablemente que es posible ayudar al individuo a percibir los valores perdurables de la vida, sin condicionamiento. Algunos dirán que este desarrollo total del individuo ha de conducir al caos; pero, ¿será así? Ya existe la confusión en el mundo, y esta confusión ha surgido por no haber educado al individuo a comprenderse a sí mismo. Al mismo tiempo que se le ha dado un poco de libertad superficial, también se le ha enseñado a amoldarse, a aceptar los valores existentes.
Contra esta regimentación muchos se rebelan; pero desgraciadamente su rebelión es una simple reacción egoísta, que obscurece aún más nuestra experiencia. El verdadero educador, alerta a la tendencia de la mente hacia la reacción, ayuda al alumno a alterar los valores del presente, no como reacción contra ellos, sino a través de su comprensión del proceso total de la vida. La plena cooperación entre los hombres, no es posible sin la integración que la verdadera educación puede ayudar a despertar en el individuo.
¿Por qué estamos tan seguros de que ni ésta, ni la próxima generación, aún mediante la verdadera clase de educación, podrán lograr ninguna alteración fundamental en las relaciones humanas? Nunca lo hemos intentado, y como la mayor parte de nosotros aparentemente le tenemos miedo a la verdadera educación, no nos sentimos inclinados a hacer la prueba. Sin investigar realmente esta cuestión en su totalidad, afirmamos que la naturaleza humana no puede cambiarse, aceptamos las cosas como están y estimulamos al niño a que se ajuste a la sociedad actual; lo condicionamos a nuestros modos actuales de vida y esperamos que suceda lo mejor. ¿Pero puede considerarse educación esa conformidad con los valores del presente, que nos conducen a la guerra y al hambre?
No nos engañemos creyendo que este condicionamiento ha de lograr la inteligencia y la felicidad. Si permanecemos temerosos, faltos de afecto, apáticos sin esperanza, ello significa que realmente no sentimos interés en estimular al individuo a florecer abundantemente en amor y bondad, y, por el contrario, preferimos que siga cargando con la miseria, con las cuales nos hemos agobiado y de las cuales él también forma parte.
Condicionar al alumno para que acepte el ambiente actual es evidentemente una estupidez. A menos que voluntariamente efectuemos un cambio radical en la educación, somos directamente responsables de la perpetuación del caos y de la miseria; y cuando finalmente sobrevenga alguna revolución monstruosa y brutal, esto sólo ofrecerá a otro grupo de personas la oportunidad de cometer crueldades y explotaciones. Cada grupo que sube al poder desarrollar sus propios métodos de opresión; ya sea la persuasión psicológica o la fuerza bruta.
Por razones políticas e industriales, la disciplina se ha convertido en un factor importante en la presente estructura social, y es por nuestro deseo de tener seguridad psicológica que aceptamos y practicamos varias formas de disciplina. La disciplina garantiza un resultado, y para nosotros el fin es más importante que loe medios; más esos medios determinan el fin. Uno de los peligros de la disciplina es que el sistema adquiere más importancia que los seres humanos que están dentro del sistema. La disciplina se convierte entonces en un sustituto del amor; y es a causa de la vaciedad de nuestros corazones que nos adherimos a la disciplina. La libertad no puede surgir jamás a través de la disciplina ni de la resistencia; la libertad no es una meta ni un fin que ha de lograrse. La libertad se encuentra en el principio, no en el fin; ni tampoco ha de encontrase en un ideal remoto.
La libertad no significa la oportunidad de lograr la satisfacción propia o el ignorar la consideración a los demás. El maestro que es sincero protegerá a los discípulos y les ayudará por todos los medios posibles a crecer hacia la verdadera clase de libertad; pero le será imposible hacer esto si él mismo está aferrado a una ideología, si es en alguna forma dogmático o egoísta.
La sensibilidad no puede jamás despertarse por la fuerza. Podemos obligar a un niño a estarse quieto exteriormente, pero no nos enfrentamos cara a cara con aquello que lo hace ser obstinado, cínico, etc. La fuerza provoca el antagonismo y el temor. El premio o el castigo en cualquier forma sólo embotan la mente y la someten; y si esto es lo que deseamos, entonces la educación por la fuerza es un medio excelente de proceder.
Pero tal educación no puede ayudarnos a comprender al niño, ni puede crear un adecuado ambiente social en el que dejen de existir el separatismo y el odio. En el amor al niño se encuentra implícita la verdadera educación. Pero la mayor parte de nosotros no amamos a nuestros hijos; sentimos ambición por ellos, lo que significa que sentimos ambición por nosotros mismos. Desgraciadamente estamos tan atareados con las ocupaciones de la mente, que tenemos poco tiempo para sentir los impulsos del corazón. Después de todo, la disciplina implica resistencia; y ¿se conseguirá alguna vez el amor mediante la resistencia? La disciplina sólo puede edificar muros a nuestro alrededor; es siempre exclusiva, y siempre provocadora de conflictos. La disciplina no conduce a la comprensión, porque a la comprensión se llega mediante la observación, mediante el estudio, sin perjuicios de ninguna especie.
La disciplina es una manera muy fácil de dominar a un niño, pero no le ayuda a comprender los problemas que envuelve la vida. Alguna forma de compulsión, como la disciplina de premios y castigos, puede ser necesaria para mantener el orden y la aparente quietud de un gran número de alumnos hacinados en un salón de clases; pero con un buen educador y un número reducido de alumnos, ¿sería acaso necesaria alguna represión que eufemísticamente llamáramos disciplina? Si las clases son pequeñas y el maestro puede dar toda su atención a cada alumno, observándolo y ayudándolo, entonces la compulsión o la fuerza en cualquier forma es evidentemente innecesaria.
Si en un grupo de esta clase algún alumno persiste en desordenar, o en ser injustificadamente molesto, el educador debe inquirir o investigar la causa de su conducta incorrecta, que puede ser una mala dieta, falta de descanso, disgustos familiares o algún temor oculto.
En la verdadera educación está implícito el cultivo de la libertad y la inteligencia, lo cual no es posible cuando hay alguna forma de compulsión, con sus temores consiguientes. Al fin y al cabo la misión del maestro es ayudar al alumno entender las complejidades de la totalidad de su ser. Exigirle que reprima una parte de su naturaleza en beneficio de otra parte, es crear en él conflictos interminables que dan por resultado antagonismos sociales. Es la inteligencia y no la disciplina la que produce el orden.
La conformidad y la obediencia no caben en la verdadera educación. La cooperación entre el maestro y el alumno es imposible si no hay afecto y respeto mutuos. Cuando se les exige a los niños que respeten a los mayores, tal acción generalmente se convierte en hábito, en mera actuación externa y el temor asume la apariencia de veneración. Sin respeto y consideración no es posible que haya relación vital, especialmente cuando el maestro es un simple instrumento de sus conocimientos.
Si el maestro exige respeto de parte de sus alumnos, y él a su vez los respeta muy poco, evidentemente esto ocasionará indiferencia y falta de respeto por parte de ellos. Sin respeto a la vida humana, el conocimiento sólo conduce a la destrucción y la miseria. El cultivo del respeto que se debe a los demás es parte esencial de la verdadera educación; pero si el educador no posee esa cualidad, no puede ayudar a sus alumnos a vivir una vida íntegra. La inteligencia es el discernimiento de lo esencial, y para discernir lo esencial hay que estar libre de los impedimentos que la mente proyecta en busca de su propia seguridad y comodidad. El temor es inevitable mientras la mente busca seguridad; y cuando los seres humanos están regimentados en alguna forma, se destruyen la inteligencia y la actitud alerta.
El fin de la educación es cultivar las verdaderas relaciones que deben existir no sólo entre los individuos, sino también entre éstos y la sociedad; y es por eso esencial que la educación, ante todo, ayude al individuo a comprender sus propios procesos psicológicos. La inteligencia consiste en comprender a sí mismo y en proyectarse más allá de y sobre sí mismo; pero no puede haber inteligencia mientras haya temor. El temor pervierte la inteligencia y es una de las causas de la acción egoísta. La disciplina puede suprimir el temor, pero no lo destruye; y el conocimiento superficial que recibimos hoy día es la educación, oculta aún más ese temor.
Cuando somos niños, el temor se nos inculca a la mayoría de nosotros en la escuela y en el hogar. Ni los padres ni los maestros tienen la paciencia ni el tiempo ni la sabiduría para disipar los temores instintivos propios de la niñez, los cuales, según vamos creciendo, dominan nuestras actitudes y nuestros juicios y nos crean muchos problemas. La verdadera educación debe tener en consideración este problema del temor, porque el temor deforma nuestra visión total de la vida. No tener miedo es el principio de la sabiduría, y sólo la verdadera educación puede lograr la liberación del temor, en la cual existe únicamente la profunda inteligencia creadora.
El premio o el castigo por una acción, lo único que hace es fortalecer el egoísmo. Actuar por respeto o consideración a otra persona, en el nombre de Dios o de la patria, conduce al temor; y el temor no puede ser la base de la acción buena. Si quisiéramos ayudar al niño a ser considerado para con los demás, no deberíamos usar el amor como soborno, sino que debiéramos tomar el tiempo que fuese necesario y tener la paciencia de explicar las formas de la consideración.
No existe el respeto a otra persona cuando por ello hay una recompensa; porque el soborno o el castigo resultan más significativos que el sentimiento de respeto. Si no le tenemos respeto al niño, y sólo le ofrecemos una recompensa o le amenazamos con un castigo, estimulamos la codicia y el temor. Puesto que nosotros mismos hemos sido educados a actuar con miras egoístas, no vemos cómo pueda haber acción libre del deseo de ganancia.
La verdadera educación habrá de estimular el pensar en los demás, y la actitud de consideración hacia ellos sin atractivo ni amenaza de ninguna clase. Si no esperamos por más tiempo resultados inmediatos, comenzaremos a ver la importancia de que el educador y el niño estén libres del temor al castigo, de la esperanza de la recompensa, así como de cualquiera otra forma de compulsión; pero la compulsión continuará mientras la autoridad forme parte de las relaciones humanas.
Someterse a la autoridad tiene muchas ventajas si se piensa en términos de ganancias y motivos personales; pero una educación basada en la prosperidad y el beneficio personales sólo puede edificar una estructura social caracterizada por la competencia, el antagonismo y la crueldad. Esta es la clase de sociedad en que hemos sido educados, y son evidentes nuestra animosidad y confusión.
Se nos ha enseñado a doblegarnos ante la autoridad de un maestro, de un libro, de un partido, porque es provechoso hacerlo así. Los especialistas en todos los compartimentos de la vida, desde el sacerdote hasta el burócrata, ejercen su autoridad y nos dominan; pero ningún maestro ni ningún gobierno que usen la fuerza, podrán jamás crear el espíritu de cooperación en la vida de relación, que es esencial para el bienestar de la sociedad.
Si hemos de tener verdaderas relaciones humanas los unos con los otros, no debe haber compulsión, ni siquiera persuasión. ¿Cómo puede haber afecto y cooperación genuinos entre los que están en el poder y los que están sometidos a ese poder? Mediante la consideración desapasionada de esta cuestión de la autoridad y sus muchas implicaciones, a través de la observación de que el mismo deseo de poder es en sí destructivo, surge enseguida una comprensión espontánea de todo el proceso de la autoridad. Desde el momento en que desechamos la autoridad, estamos en consorcio con los demás, y sólo entonces es que hay cooperación y afecto.
El problema vital de la educación es el educador. Aún un pequeño grupo de alumnos se convierte en instrumento de importancia personal del educador, si éste utiliza la autoridad como medio para su propia liberación, si la enseñanza es para él una expansiva realización de sí mismo. Pero la mera aceptación intelectual o verbal de los efectos nocivos de la autoridad, es estúpida y vana.
Debemos
tener un profundo conocimiento de los ocultos móviles de la autoridad y del dominio.
Si vemos que la inteligencia nunca puede despertarse por la fuerza,
el darnos cuenta
de ese hecho disipará nuestros temores, y entonces comenzaremos a
cultivar un nuevo ambiente, que transcenderá en gran manera
el actual orden social y será opuesto
a él. Para comprender el significado el significado de la vida con
sus conflictos y dolores, tenemos
que pensar con independencia de toda autoridad, inclusive la autoridad
de la religión organizada; pero si en
nuestro deseo de ayudar al niño, colocamos ante él ejemplos autoritarios, estaremos estimulando el
temor la imitación y varias
formas de superstición.
Los que tienen inclinaciones religiosas tratan de imponer al niño las creencias, esperanzas y temores que ellos a su vez han adquirido de sus padres; y los que son antirreligiosos sienten igualmente el mismo deseo de ejercer su influencia sobre el niño, para que acepte el modo particular de pensar que ellos tienen. Todos nosotros queremos que nuestros hijos acepten nuestra forma de culto, o que sigan de corazón nuestra ideología preferida. Es tan fácil enredarse en imágenes y fórmulas, ya sean inventadas por nosotros mismos o por otras personas, que se hace necesario estar a la expectativa y en actitud alerta para evitarlo.
Lo que llamamos religión es simplemente
una creencia organizada, con sus dogmas, ritos, misterios y supersticiones. Cada religión tiene su propio libro
sagrado, su mediador, sus sacerdotes
y sus fórmulas para amenazar y retener a la gente. La mayor parte de nosotros hemos sido condicionados a todo esto, que
se considera educación religiosa; pero este condicionamiento
coloca al hombre frente al hombre, crea antagonismo, no sólo entre los creyentes, sino también contra los que
tiene otras creencias. Aunque todas las religiones afirman que adoran a Dios y dicen que debemos amarnos los unos a
los otros, inculcan el con sus doctrinas de premios y castigos, y con sus dogmas de competencia perpetúan la suspicacia y el antagonismo.
Los
dogmas, los misterios y los ritos no conducen a la vida espiritual. La
educación religiosa, en su verdadero
sentido, ha de estimular al niño a comprender su propia relación con las personas, las cosas y la naturaleza. No
hay existencia sin relación; y sin el conocimiento de sí mismo toda relación con uno o con muchos, trae conflictos y
dolores. Por supuesto que explicar
esto cabalmente a un niño es imposible; pero si el educador y los padres captan
a plenitud el significado de la
convivencia, entones por su actitud, su conducta y su lenguaje, seguramente podrán trasmitir al niño la
significación de la vida espiritual, sin necesidad de usar muchas
palabras ni muchas
explicaciones.
Lo
que llamamos educación religiosa desalienta la interrogación y la duda, sin
embargo, sólo cuando investigamos la
significación de los valores que la sociedad y la religión han colocado ante nosotros, es cuando comenzamos a
averiguar lo que es la verdad. Es función del educador examinar profundamente sus propios pensamientos y
sentimientos, y desechar los valores que le
han proporcionado seguridad y satisfacción, pues sólo entonces puede ayudar a
sus alumnos a estar alertas ante sí mismos y a comprender sus propias urgencias y sus propios
temores.
La mejor época para crecer
en rectitud y claridad es la niñez; y
aquellos de nosotros que somos
mayores podemos, si tenemos comprensión, ayudar a los jóvenes a
liberarse de los obstáculos que la
sociedad les ha impuesto, así como también de los que ellos mismos están imponiéndose. Si lamente y el corazón del
niños no están moldeados por previos conceptos y prejuicios religiosos, entonces tendrá libertad para descubrir
mediante el conocimiento de sí propio, lo que está más allá y por encima
de su yo.
La
verdadera religión no es un conjunto de creencias y ritos, esperanzas y temores;
y si podemos permitir al niño que
crezca sin estas influencias perjudiciales, entonces quizá, según vaya adquiriendo madurez,
comenzará a inquirir
con respecto a la naturaleza de la realidad, de Dios. Es por eso
que para educar a un niño es necesario tener profundo conocimiento y comprensión.
La mayor parte de los que tienen
inclinaciones religiosas, que hablan de Dios y de la inmortalidad, fundamentalmente no creen en la libertad
individual ni en la integración. Sin embargo,
la verdadera religión es el cultivo de la libertad en la búsqueda de la verdad.
No puede haber componenda con la
libertad. La libertad parcial del individuo no es libertad. Cualquier
condicionamiento, ya sea político o religioso, no es libertad, y por lo tanto no podrá jamás
traer paz.
La religión no es una forma de
condicionamiento. Es un estado de tranquilidad en el cual está la realidad, Dios; pero ese estado
creativo puede llegar
a ser sólo con el conocimiento propio y la libertad.
La libertad trae la virtud, y sin virtud no puede haber tranquilidad. La mente tranquila no es una mente condicionada; no
ha sido disciplinada o adiestrada para estar
quieta. La quietud lega solamente cuando la mente comprende sus modos de
proceder, que son los del “yo”,
del ego.
La religión organizada es el
pensamiento congelado del hombre, del cual edifica templos e iglesias;
se ha convertido en solaz para los temerosos, y en opio para los afligidos. Pero Dios o la
verdad, están mucho más allá del pensamiento y de las demandas emocionales. Los padres de familia y los maestros que reconocen sus procesos
psicológicos que infunden miedo y tristeza,
deben poder ayudar a los jóvenes a observar y entender sus propios conflictos y aflicciones.
Si
nosotros, como mayores, podemos ayudar a los niños, según van creciendo, a
pensar con claridad y desapasionamiento,
a amar, no a albergar
animosidades, ¿qué más hay que hacer?
Pero si estamos constantemente agarrotando a los demás, si somos incapaces
de lograr la paz y el orden en el mundo, cambiando
profundamente nuestra manera de ser, ¿de qué valen los libros sagrados y los mitos
de las varias religiones?
La verdadera educación religiosa es la
que ayuda al niño a comprender inteligentemente, a discernir por sí mismo lo temporal y lo real,
y a enfrentarse desinteresadamente a la vida. ¿No sería,
por lo tanto, más significativo empezar cada día en el hogar y el la escuela
con algún pensamiento serio, o con un
ejercicio de lectura que tenga profundidad y significación, más bien que mascullando palabras o frases frecuentemente
repetidas?
Las
generaciones pasadas, con sus ambiciones, tradiciones e ideales, han traído al
mundo miseria y destrucción. Tal vez
las generaciones venideras, con la verdadera
clase de educación, puedan poner fin a este caos y establecer un orden social más
feliz. Si los jóvenes tienen el espíritu
de investigación y buscan constantemente la verdad de todas las cosas, ya sean políticas o religiosas, personales o
ambientales, entonces la juventud tendrá una gran significación y hay esperanza
de un mundo mejor.
La
mayor parte de los niños son curiosos, quieren saber; pero su ansiedad de
inquirir queda embotada por nuestras aseveraciones
pontificales, nuestra impaciencia suprema y nuestra actitud de indiferencia que aparca bruscamente a un lado su
curiosidad. Nosotros no estimulamos a
los niños para que pregunten, porque estamos recelosos de lo que puedan preguntarnos; y no alentamos
su descontento, porque
nosotros mismos ya hemos dejado de cuestionar.
La
mayoría de los padres y los maestros te temen al descontento porque perturba
todas las formas de seguridad; y por
eso estimulan a los jóvenes a reprimirlo por medio de empleos permanentes, de herencias, alianzas
matrimoniales y el consuelo de los dogmas religiosos. Las personas mayores,
conociendo demasiado bien las muchas
maneras de entorpecer la mente y el
corazón, proceden a embotar al niño tanto como ellos lo están, imponiéndole las autoridades, las tradiciones y las creencias
que ellas mismas han aceptado.
Sólo
estimulando al niño a que cuestione el libro, cualquiera que sea, a que
investigue la validez de los valores
sociales existentes, de las tradiciones, de las formas de gobierno, de las creencias religiosas, etc., pueden
los educadores y los padres de familia
tener la esperanza de despertar y mantener la comprensión crítica y la profunda
intuición del niño.
Los
jóvenes, si el que están realmente vivos, se sienten llenos de esperanzas e
inquietudes; debe ser así, de lo
contrario ya están viejos y muertos, y los viejos son los que una vez estuvieron descontentos, pero que han
tenido éxito en apagar esa llama y han encontrado seguridad y consuelo de varias maneras. Anhelan tener
permanencia para ellos y sus familiares, y ansían ardorosamente la certeza de sus ideas, la seguridad
en sus relaciones y en sus pertenencias; de modo que tan pronto
se sienten descontentos, se abstraen en sus responsabilidades,
en sus ocupaciones, o en cualquier otra cosa, a fin de eludir ese sentimiento perturbador de
descontento.
Cuando
somos jóvenes estamos en la época de sentir el descontento, no sólo con
nosotros mismos, sino también con
todo lo que nos rodea. Debemos aprender a pensar con claridad y sin perjuicios, para no sentirnos
interiormente esclavizados y temeroso. La independencia no es
para esa sección coloreada del mapa que llamamos nuestro país, sino para
nosotros como individuos; y aunque exteriormente
seamos dependientes unos de otros, esta mutua
dependencia no se hace cruel ni opresiva, si internamente, estamos
libres del anhelo de poderío, posición
y autoridad.
Debemos
entender el descontento, del cual la mayoría de nosotros siente temor. El descontento puede traer lo que parece ser
desorden; pero si conduce, como debiera, al conocimiento propio,
a la propia abnegación, entonces
creará un nuevo orden social y una paz duradera.
Con la propia abnegación surge un gozo inconmensurable.
El
descontento es el medio que conduce a la libertad; pero para inquirir sin
prejuicios, no debe haber ninguna
exacerbación emocional, que a menudo se presenta en forma de reuniones políticas, gritos de combate, búsqueda de
un “gurú” o maestro espiritual u orgías religiosas de todas clases. Este exceso emocional embota la mente y el corazón,
incapacitándolos para intuir
y por lo tanto haciéndolos fácilmente moldeables por las circunstancias
y el miedo. Es el deseo vehemente de investigar, y no la fácil imitación
de la multitud, lo que ha de producir una nueva comprensión de las modalidades de vida.
Los
jóvenes se dejan persuadir muy fácilmente por el sacerdote o por el político,
por el rico o por el pobre,
a pensar de una manera
determinada; pero la verdadera clase de educación
debe ayudarles a vigilar
estas influencias para no repetir como loros los estribillos partidistas, ni
caer en astutas trampas de
ambición, ya sea la propia o la ajena. No deben permitir los jóvenes que la autoridad les sofoque el corazón la
mente. Seguir a otro, por grande que sea, o adherirse a una ideología lisonjera, no ha de contribuir a la paz mundial.
Cuando
salimos de la escuela o de la universidad, muchos de nosotros echamos a un lado
los libros y nos parece que ya hemos terminado
con todo lo que sea aprendizaje; y hay otros que sienten el estímulo de continuar
pensando con más amplitud, que se mantienen leyendo y captando lo que otras personas
han dicho, y se convierten en adictos al conocimiento.
Mientras exista el culto por el conocimiento o por la técnica como medio para llegar al triunfo y al poder, tiene que haber rivalidad despiadada, antagonismo y lucha incesante por el pan.
Mientras el éxito sea nuestra meta, no
podemos liberarnos del temor, porque, el deseo de triunfar, inevitablemente engendra el temor al fracaso.
Por eso a los jóvenes no se les debe inculcar el culto
al éxito. La mayor parte de la gente busca el triunfo en una u otra forma,
ya sea en una cancha de
tenis, en el mundo de los negocios, o en la política. Todos queremos estar en primer puesto, y ese deseo crea
constante conflicto en nosotros mismos y con
nuestros vecinos; nos lleva a la rivalidad, la envidia, la animosidad y finalmente a la guerra.
De
la misma manera que los mayores, la juventud busca éxito y seguridad; aunque al
principio esté descontenta, pronto
se torna respetable y no se atreve ir en contra de la sociedad. Los muros de sus propios deseos empiezan a
encerrarlos, se alinean con los demás, y finalmente asumen las riendas
de la autoridad. Su descontento, que es la propia llama de la investigación, de la búsqueda, de la comprensión, se
apaga y muere; y en su lugar aparece el deseo de encontrar un puesto mejor, un matrimonio ventajoso o una carrera
de porvenir, todo lo cual es la manifestación del ansia de mayor seguridad.
No hay diferencia esencial entre el
viejo y el joven, pues ambos son esclavos de sus propios deseos y placeres. La madurez no es
cuestión de edad; viene con la comprensión. El espíritu ardiente de investigación se encuentra tal vez más fácilmente en los jóvenes,
porque los viejos han
sido ya vapuleados por la vida, gastados por los conflictos, y sólo les espera
la muerte en una u otra forma. Esto
no significa que no sean capaces de hacer investigaciones, con un propósito, sino que estas
cosas les ocasionan más dificultad.
Muchos adultos son inmaduros, más bien
infantiles, y ésta es una de las causas que contribuyen
a la confusión y a la miseria del mundo. Son los viejos
los responsables de la crisis moral
y económica prevaleciente; y una de las más desgraciadas flaquezas, es que
esperamos que alguien actúe por
nosotros y cambie el rumbo de nuestras vidas. Esperamos que otros sean los que se rebelen y construyen de
nuevo, mientras nosotros permanecemos inactivos hasta estar seguros
de los resultados.
La
mayor parte de nosotros perseguimos la seguridad y el éxito; y una mente que
busca la seguridad, que ansía el
triunfo, no es inteligente y es por lo tanto incapaz de la acción integrada. Sólo puede haber acción integral
si una comprende su propio
condicionamiento, sus prejuicios raciales, nacionales, políticos y religiosos; es decir, si uno se da cuenta
de que las
modalidades del “yo” tienden siempre a la separatividad.
La
vida es un pozo de aguas profundas. Podemos llegar hasta él con baldes pequeños
y sacar sólo poco agua, o podemos
venir con grandes cubos y sacar mucho agua para alimentarnos y fortalecernos. Cuando se es joven se está
en la época de investigar, de experimentar con todo. La escuela debe ayudar a los jóvenes a descubrir su vocación y
sus responsabilidades, y no meramente
atiborrar sus mentes con datos y conocimiento técnico; debe ser la tierra en la cual puedan crecer sin miedo, feliz e íntegramente.
Educar a un niño es ayudarlo a
comprender la libertad y la integración. Para tener
libertad tiene que haber orden, que sólo la virtud puede dar; y la integración sólo se produce
en medio de una gran sencillez. Partiendo de innumerables
complejidades debemos llegar a la sencillez.
Debemos ser sencillos
en nuestra vida interna y en nuestras
necesidades externas.
La
educación de hoy se ocupa tan sólo de la eficiencia externa; desatiende
totalmente o pervierte
deliberadamente la naturaleza interna del hombre; desarrolla sólo una parte de
él y abandona el resto para que se
desenvuelva lentamente lo mejor que pueda. Nuestra confusión, nuestro antagonismo y nuestros temores internos,
siempre dominan la estructura externa
de la sociedad, no importa lo hábilmente construida que esté. Cuando no hay verdadera educación nos destruimos
mutuamente, y es imposible la seguridad física de cada uno. Educar bien al alumno es ayudarlo a entender el proceso
total de su ser; porque sólo cuando
hay integración de la mente y el corazón en cada acción cotidiana, es que puede
haber inteligencia y transformación interna.
Al
ofrecer información y entrenamiento técnico la educación, sobre todo, estimular
una visión integral de la vida;
debe ayudar al alumno a reconocer y a destruir en sí mismo, todas las distinciones y todos los perjuicios
sociales y disuadirlo de la persecución codiciosa del poder y de la autoridad. Debe estimularle a la verdadera observación de sí mismo y a vivir la vida en su totalidad, lo cual no es dar
significación sólo a una parte, al “mí”, y a “lo mío”, sino ayudar a la mente a ir por encima
y más allá de sí mismo para descubrir lo real.
Se llega a la libertad únicamente mediante el
conocimiento de sí mismo en los menesteres cotidianos; es decir,
en las relaciones con la gente, con las
cosas, con las ideas y con la
naturaleza. Si el educador ayuda al estudiante a integrarse, no puede acentuar
de un modo fanático o
irrazonable, ningún aspecto particular de la vida. Es la comprensión del
proceso total de la existencia lo que
produce la integración. Cuando hay autoconocimiento cesa el poder de crear
ilusiones; y sólo entonces es posible que la realidad
o Dios sea.
Los
seres humanos deben estar integrados si han de salir de cualquier crisis,
especialmente de la presente crisis
mundial, sin sufrir menoscabo alguno; por lo tanto, para los padres y maestros que están realmente interesados
en la educación, el principal problemas es cómo desarrollar un individuo integrado. Para hacer esto,
evidentemente el educador mismo debe estar integrado; de modo que la verdadera
educación es de suprema importancia, no sólo para los jóvenes, sino también para los
viejos si quieren aprender y no están ya anquilosados. Lo que somos en nuestro fuero interno es
mucho más importante que la cuestión tradicional de qué se le debe enseñar al niño, y si amamos a nuestros hijos,
debemos procurar que tengan verdaderos educadores.
Enseñar
no debe convertirse en la profesión de un especialista. Cuando ese es el caso,
y así sucede con frecuencia, el amor
es esencial en el proceso de la integración. Para que haya integración debe haber libertad de temor.
La ausencia del temor trae la independencia sin crueldad, sin desprecio
para los demás,
y este es el factor
más esencial en la vida. Sin amor no podemos resolver nuestros numerosos
problemas conflictivos; sin amor la adquisición de conocimientos sólo aumenta
la confusión y conduce a la propia
destrucción.
El
ser humano integrado llegará a la técnica por medio de la vivencia, porque el
impulso creativo crea su propia
técnica, y ese es el arte supremo. Cuando un niño tiene el impulso creativo
de pintar, pinta,
sin cuidarse de la técnica,
De la misma manera, las personas están
“viviendo”, y por lo tanto enseñando, son los únicos verdaderos
maestros; y ellos a su vez crearán propia técnica.
Esto
parece muy sencillo, pero solamente es una profunda revolución. Si lo pensamos
bien, podemos ver el efecto
extraordinario que tendrá en la sociedad. Hoy por hoy, la mayor parte de nosotros estamos agotados a los
cuarenta y cinco o cincuenta años de edad, por la esclavitud de la rutina, por causa de la sumisión, del temor y
de la aceptación; para nada servimos,
aunque luchemos en una sociedad que tiene muy poca significación, excepto para los que la dominan y
están seguros. Si el maestro
ve esto y vive él mismo
en realidad, entonces, cualquiera que sea su temperamento y sus habilidades, su enseñanza no será asunto
de rutina y sí un instrumento de ayuda.
Para
comprender a un niño tenemos que observarlo en sus juegos, estudiarlo en sus
diferentes actitudes; no podemos
imponerle nuestros propios prejuicios, esperanzas y temores, o moldearlo de acuerdo con el patrón de
nuestros deseos. Si constantemente juzgamos al niño de acuerdo con nuestros propios gustos y antipatías, nos
exponemos a crear barreras y obstáculos
en nuestras relaciones con él y en las suyas con el mundo. Desgraciadamente, la mayoría de nosotros deseamos plasmar al
niño en forma que resulte satisfactoria a nuestras vanidades e idiosincrasias; encontramos varios grados de
conformidad y satisfacción en poseer y dominar
de un modo exclusivo.
Por supuesto
que este proceso
no es de relación, sino de simple imposición, y por lo tanto es esencial
comprender el difícil y complejo deseo de dominar. Asume muchas formas sutiles;
y en su aspecto de propia rectitud,
es muy obstinado. El deseo de “servir”, con el anhelo inconsciente de dominio, es difícil de comprender. ¿Puede haber
amor cuando se quiere ejercer el derecho de posesión? ¿Puede haber comunión
con los que deseamos controlar?
Dominar es hacer uso de otro para satisfacción propia; y donde se hace uso de otro no hay
amor.
Cuando
hay amor hay consideración, no sólo para los niños, sino también para todo ser humano. A menos que estemos profundamente
conmovidos por el problema no hallaremos jamás
el verdadero camino de la educación. El mero adiestramiento técnico
inevitablemente produce crueldad, y
para educar a nuestros hijos tenemos que ser sensibles al movimiento total de la vida. Lo que pensamos, lo que hacemos,
lo que decimos, es de importancia infinita
porque crea el ambiente,
y ese ambiente ayuda o entorpece
al niño.
Es
evidente, entonces, que aquellos de nosotros que estamos profundamente
interesados en esta cuestión,
tendremos que empezar por comprendernos a nosotros mismos, para así poder contribuir a la transformación de la
sociedad; haremos que sea nuestra la responsabilidad de lograr un nuevo enfoque de la educación. Si amamos a nuestros
hijos ¿no buscaremos un medio para
acabar con las guerras? Pero si meramente usamos la palabra “amor” sin sustancia, entonces perdurará el
complicado problema de la miseria humana. La solución del problema está en nosotros. Debemos empezar
por comprender nuestras relaciones con nuestros
semejantes, con la naturaleza, con las ideas y las cosas, porque sin esta
comprensión no hay esperanza, no hay solución
del conflicto ni del sufrimiento.
Educar
a un niño, requiere observación inteligente y cuidado. Los expertos y su
conocimiento no pueden jamás
reemplazar el amor de los padres, pero la mayoría de los padres corrompe ese amor con sus propios temores y
ambiciones, que condicionan y deforman la perspectiva del niño, Somos tan pocos los que nos preocupamos por el amor; más bien nos conformamos en alto grado con la apariencia
del amor.
La
actual estructura social y educativa no ayuda al individuo a conseguir la
libertad y la integración; y si los padres tienen realmente el sincero deseo y la buena fe para que sus hijos
crezcan en su más completa capacidad integral, deben comenzar por
alterar la influencia del hogar y dedicarse a crear escuelas con verdaderos maestros.
La influencia del hogar y la de la escuela
no deben ser contradictorias en forma alguna, por lo que los padres y los maestros deben
reeducarse. La contradicción que tan a menudo existe entre la vida privada del individuo y su vida como miembro de un
grupo, provoca una lucha interminable dentro
de él y en sus relaciones con los demás.
Este
conflicto se estimula y se mantiene mediante la educación errónea, y tanto los
gobiernos como las religiones
organizadas aumentan la confusión de sus doctrinas contradictorias. El niño se divide interiormente desde sus
primeros años, lo cual ocasiona desastres personales y sociales.
Si
aquellos de nosotros que amamos a nuestros hijos y vemos la urgencia del
problema, ponemos nuestra mente y
nuestro corazón al servicio de la causa, entonces, por pocos que seamos,
a través de la verdadera educación y de un ambiente
hogareño inteligente, podemos
ayudar a desarrollar seres humanos integrados. Pero si, como tantos
otros llenamos nuestro corazón de las
astucias de la mente, entonces continuaremos viendo a nuestros hijos destruidos por la guerra,
el hambre y por sus propios conflictos psicológicos.
La
verdadera educación es consecuencia de la transformación de nosotros mismos.
Tenemos que reeducarnos para no
matarnos los unos a los otros por cualquier causa, por buena que sea, o por cualquier ideología no importa
lo prometedora que aparentemente sea para la
futura felicidad del mundo. Debemos aprender a ser misericordiosos, a
contentarnos con poco y a buscar
lo Supremo, porque sólo así si conseguirá la verdadera salvación
de la humanidad.
Intelecto, Autoridad
e Inteligencia
Muchos de nosotros creemos que
enseñándole a cada ser humano a leer y a escribir quedan así resueltos los problemas de la humanidad; pero ya se ha probado que esta idea es falsa.
Los llamados educados no aman
la paz, no son íntegros, y son también responsables de la confusión
y la miseria del mundo.
La verdadera educación
significa el despertar de la inteligencia, la creación de la vida integral, y solamente
esa clase de educación puede crear una nueva cultura y un mundo pacífico; pero para llegar a alcanzar esta nueva clase de
educación, debemos comenzar de nuevo sobre una
base completamente diferente.
Con un mundo que se está desmoronando ruinosamente en torno nuestro,
discutimos teorías y vanas cuestiones políticas, y jugamos
con reformas superficiales. ¿No indica todo esto una
crasa
irreflexión de nuestra parte? Algunos dirán que sí, pero seguirán haciendo
exactamente lo que han hecho
siempre y eso es lo triste de la existencia. Cuando nos percatamos de una verdad, y no actuamos en seguida de
acuerdo con ella, se convierte en veneno dentro de nosotros mismos, y el veneno se esparce
y produce perturbaciones psicológicas, inestabilidad y mala salud. Sólo cuando se despierta la
inteligencia creativa en el individuo es que existe la posibilidad de paz y felicidad
en la vida.
No
podemos ser inteligentes sustituyendo simplemente un gobierno por otro, un
partido o grupo por otro, un explotador por otro. Las revoluciones sangrientas no pueden resolver
jamás nuestros problemas. Sólo
una profunda revolución interna que altere todos nuestros valores puede crear un ambiente diferente, una estructura
social inteligente; y tal revolución sólo la
podemos hacer usted y yo. Ningún nuevo orden surgirá hasta que
individualmente destruyamos nuestras
barreras psicológicas y nos
liberemos.
Podemos trazar sobre el papel los planos de una brillante utopía, de un valeroso nuevo mundo; pero con toda certeza el sacrificio
del presente por un futuro desconocido nunca
resolverá ninguno de nuestros problemas. Hay tantos elementos que
ocurren entre el ahora y el mañana,
que nadie puede
saber lo que será ese futuro. Lo que podemos y debemos hacer, si es que lo deseamos con sinceridad, es atacar nuestros
problemas ahora, y no posponerlos para le futuro. La
eternidad no está en el futuro; la eternidad es ahora. Nuestros problemas
existen en el presente, y es sólo en
el presente cuando
podemos resolverlos.
Aquellos
de nosotros que seamos sinceros debemos regenerarnos; pero no puede haber regeneración sino cuando nos separamos
completamente de los valores que hemos creado
con nuestros deseos agresivos de propia protección. El conocimiento de
uno mismo es el principio de la libertad,
y es sólo cuando nos conocemos
que podemos crear el orden
y la paz.
Ahora
bien, algunos se preguntarán”: ¿Qué puede hacer un solo individuo que afecte a
la historia? ¿Podrá hacer algo por la
forma en que vive?” Ciertamente que sí. Evidentemente ni usted ni yo vamos a detener las guerras inmediatas, o crear una
comprensión instantánea entre las naciones; pero por lo menos, podemos
efectuar en el mundo de nuestras
relaciones cotidianas un cambio fundamental que tenga los efectos
consiguientes.
El
esclarecimiento individual afecta positivamente a grandes grupos de personas,
pero únicamente sino estamos impacientes por conseguir resultados. Si pensamos en términos de ganancias y resultados no es posible
nuestra transformación verdadera.
Los
problemas humanos no son simples; son muy complejos. El entenderlos exige
paciencia y penetración, y es de la
mayor importancia que nosotros, como individuos, los entendamos y los resolvamos por nosotros mismos. No han
de entenderse por medio de fórmulas o lemas; ni pueden resolverse en su propio
nivel por especialistas que trabajan en un campo determinado, lo que sólo conduce a más confusión y
miseria. Nuestros muchos problemas podrán entenderse
y resolverse sólo cuando nos comprendamos como un proceso total; es decir, cuando entendamos nuestra constitución
psicológica, y ningún líder político o religioso puede darnos la clave de
esa comprensión.
Para entendernos nosotros mismos debemos
estar alertas a nuestras relaciones, no sólo con la gente, sino con la propiedad, con las
ideas y con la naturaleza. Si hemos de hacer una verdadera revolución con respecto alas relaciones humanas, que
son la base de toda la sociedad, debe
haber un cambio fundamental en nuestros propios valores y en nuestra visión de la vida; pero evitamos la necesaria y
fundamental transformación de nosotros mismos, y tratamos de provocar revoluciones políticas en el mundo, lo que
sólo trae desastres y derramamiento
de sangre.
Las relaciones humanas basadas en la sensación no pueden ser un medio para libertarse del “yo”; sin
embargo, la mayor parte de nuestras relaciones se basan en la sensación, y son
el resultado de nuestro deseo de medro
personal, de convivencia, de seguridad psicológica.
Aunque
estas cosas no ofrezcan un escape momentáneo del “yo”, tales relaciones sólo fortalecen el yo con sus actividades que lo envuelven y limitan. Las relaciones humanas
son como un espejo donde
pueden verse el yo y todas sus actividades; y es sólo cuando se entienden las manifestaciones del yo, en
las reacciones de la relación, que hay libertad creativa sin la carga del yo.
Para
transformar el mundo debe haber regeneración en cada uno de nosotros. Nada
puede conseguirse por la violencia,
por la fácil destrucción de unos contra otros. Podemos encontrar alivio temporal organizándonos en grupos,
estudiando métodos de reformas sociales y económicas,
promulgando legislación, o elevando nuestras oraciones al cielo; pero hagamos
lo que hagamos, sin el conocimiento
propio y sin el amor que le es inherente, nuestros problemas crecerán y se multiplicarán. Mientras que si aplicamos
nuestras mentes y nuestros corazones
a la tarea de conocernos a nosotros mismos, indudablemente resolveremos nuestros
numerosos conflictos y tristezas.
La educación moderna nos está convirtiendo
en seres irreflexivos; hace muy poco para ayudarnos
a descubrir nuestra vocación individual. Aprobamos
ciertos exámenes, y entonces, con
buena suerte, conseguimos una colocación que a menudo significa una rutina
interminable por el resto
de la vida. Puede ser que
nuestro trabajo nos disguste,
pero estamos obligados a seguir en él, porque no tenemos otro
medio de ganarnos la vida. Puede ser que deseemos hacer otra cosa enteramente distinta, pero los compromisos y las responsabilidades nos lo impiden y estamos acorralados por
nuestras ansiedades y temores. Y al vernos frustrados buscamos un escape, a través del sexo, de la bebida, de la
política, o de las religiones fantásticas.
Cuando
nuestras ambiciones se frustran, damos indebida importancia a lo que debe ser normal, y desarrollamos una peculiaridad
psicológica. Hasta tanto no poseamos un conocimiento comprensivo de nuestra vida y del amor, de nuestros deseos políticos, religiosos y sociales, con sus exigencias e impedimentos, tendremos
problemas crecientes en nuestras relaciones que nos
llevarán a la destrucción y a la miseria.
La ignorancia es la falta de
conocimiento con respecto a cómo se manifiesta el yo, y esta ignorancia no puede desaparecer con
actividades y reformas superficiales: sólo puede desaparecer con una constante vigilancia de los movimientos y reacciones del yo en todas
sus relaciones.
Debemos
darnos cuenta de que no sólo estamos condicionados por el ambiente, sino de que nosotros somos el ambiente y no somos
algo aparte de él. Nuestros pensamientos y reacciones
están condicionados por los valores
de la sociedad, de la cual somos
parte, nos ha impuesto.
Nunca
observamos como somos el ambiente total, porque hay varias entidades en
nosotros, todas gritando alrededor
del “mí”, del “yo”. El yo se compone de estas entidades que son simplemente deseos en varias
formas. De este conglomerado de deseos surge la figura central, el pensador, la voluntad del “mí” y lo
“mío”; y se establece de esta manera una división entre el yo y el no yo; entre el mí y el ambiente o la sociedad. Esta
separación es el principio del conflicto, tanto interno como externo.
La
alerta percepción de este proceso total, tanto el consciente como el oculto, es
la meditación; y a través de esta
meditación se trasciende el yo con sus deseos y conflictos. El autoconocimiento es necesario si uno ha de
liberarse de las influencias y de los valores que protegen al yo; y es sólo en esta libertad
donde hay creación; verdad, Dios, o lo que se quiera.
La
opinión y la tradición moldean nuestros pensamientos y sentimientos desde la
más tierna edad. Las influencias e impresiones inmediatas producen un efecto
poderoso y duradero,
que determina todo el curso de nuestra vida consciente e inconsciente. La conformidad comienza
en la infancia, mediante la educación y el impacto
de la sociedad.
El
deseo de imitar es un factor muy fuerte en nuestra vida, no sólo en los niveles
superficiales, sino también en los
más profundos. Apenas tenemos pensamientos y sentimientos independientes. Cuando se presentan son meras reacciones, y no están,
por lo tanto, libres del patrón establecido, puesto que no hay libertad en la reacción.
La filosofía
y la religión establecen
ciertos métodos por medio de los cuales
podemos llegar a la realización de la verdad o Dios; sin
embargo, el mero acto de seguir un método es
mantenernos irreflexivos y desintegrados, no importa lo beneficioso que
el método pueda parecer en nuestra
vida social cotidiana.
La tendencia
a la sumisión, que es el deseo
de seguridad, engendra
temor y les da precedencia a las autoridades políticas o religiosas, a los héroes y líderes
que incitan al sometimiento y por quienes
estamos sutil o groseramente dominados; pero no someterse es sólo una reacción contra la autoridad, y no nos ayuda en
modo alguno a convertirnos en seres humanos integrados. La reacción es infinita, y sólo nos conduce a otra reacción.
La
conformidad, con su oculta tendencia de temor, es un obstáculo; pero el simple reconocimiento intelectual de este hecho no remueve
el obstáculo. Es sólo cuando
nos damos cuenta de esos obstáculos con toda la
fuerza de nuestro ser que nos podemos librar de ellos sin crear obstrucciones ulteriores más profundas.
Cuando
estamos interiormente subordinados. Entonces la tradición tiene un gran agarre
en nosotros; y una mente que piensa
de acuerdo con la tradición no puede descubrir lo que es nuevo. Al someternos no convertimos en imitadores mediocres, en
engranajes de una cruel maquinaria social.
Lo que pensamos es lo que importa,
no lo que otros quieren
que pensemos. Cuando nos sometemos a la tradición nos
convertimos en simples copias de lo que debemos ser.
Esta
imitación de lo que debemos ser, engendra el temor, y el temor mata el
pensamiento creador. El temor embota
la mente y el corazón y evita que estemos alertas
a la significación total
de la vida; nos volvemos insensibles a nuestras propias tristezas, al
movimiento de las aves, a las sonrisas
y las miserias de los demás.
El
temor, consciente e inconsciente, tienen muchas causas diferentes, y necesita
alerta vigilancia para librarse de todas ellas. El temor no puede eliminarse por medio de la disciplina, de la sublimación o de otro acto cualquiera de la voluntad:
sus causas tienen que buscarse y comprenderse.
Esto requiere paciencia y una comprensión tal en que no haya juicio de ninguna
especie.
Es
comparativamente fácil entender y resolver nuestros temores conscientes. Pero
los inconscientes ni siquiera han
sido descubiertos por la mayor parte de nosotros, porque no les permitimos salir ala superficie, y cuando en raras
ocasiones se manifiestan, nos apresuramos a encubrirlos
para escapar de ellos. Los temores ocultos a menudo se presentan en los sueños
y en otras formas de insinuación, y
causan mayor deterioro y conflicto que los temores superficiales.
Nuestra
vida no se halla en la superficie solamente; la mayor parte de ella está
escondida a toda observación
accidental. Si quisiéramos que nuestros temores ocultos salieran a la luz y se disolvieran, la mente consciente debería
estar algo tranquila, y no eternamente ocupada; entonces, según estos temores van saliendo a la superficie,
deben ser observados sin estorbo ni obstáculo, porque cualquier acto de condenación o justificación sólo aumenta el temor.
Para sentirnos libres de todo
temor, debemos estar prevenidos de su tenebrosa influencia, pues sólo una constante vigilancia puede revelar sus muchas causas.
Uno
de los resultados del miedo es la aceptación de la autoridad en los asuntos
humanos. Creamos autoridad con
nuestro deseo de verdad, de seguridad, de comodidad, de evitar conflictos y confusiones conscientes; pero
nada que sea un resultado del miedo puede ayudarnos
a entender nuestros problemas, aunque el miedo asuma apariencia de respeto y sumisión a los llamados sabios. Los
sabios no hacen uso de la autoridad, y los que tienen autoridad no son sabios. El miedo en cualquier forma impide que
nos entendamos nosotros mismos y nuestras relaciones con las cosas.
Seguir
una autoridad es la negación de la inteligencia. Aceptar la autoridad es
someternos al dominio, subyugarnos a un individuo, a un grupo o a una ideología, ya sea religiosa
o política; y este
sometimiento de uno mismo a la autoridad es la negación, no sólo de la
inteligencia, sino también de la
libertad individual. La sumisión a un credo o a un sistema de ideas es una reacción de protección propia. La
aceptación de una autoridad puede ayudarnos temporalmente
a disimular nuestras dificultades y problemas; pero el evadir un problema sólo sirve
para intensificarlo, y en ese proceso la auto comprensión y la libertad
se abandonan.
¿Cómo puede haber transacción entre la libertad y la aceptación de la autoridad? Si hay transacción, entonces los que dicen que buscan su propio conocimiento y libertad no son sinceros en su esfuerzo. Parece que pensamos que la libertad es el fin último, una meta, y que para llegar a ser libres primero debemos someternos a varias formas de supresión e intimidación. Esperamos alcanzar la libertad por medio de la sumisión; pero, ¿no son los medios tan importantes como el fin? ¿no son los medios los que determinan el fin?
Para
tener paz uno debe emplear medios pacíficos; porque si los medios son
violentos, ¿cómo es posible
que el fin sea pacífico?
Si el fin es la libertad, el principio debe ser libre,
porque el fin y
el principio deben ser libres, porque el fin y el principio son uno. Sólo puede
haber autoconocimiento e inteligencia
cuando hay libertad desde el primer momento, y se niega la libertad
cuando aceptamos la autoridad.
Reverenciamos
la autoridad en varias formas: conocimiento, éxito, poder, etc. Ejercemos autoridad sobre los jóvenes y al mismo
tiempo le tememos a la autoridad superior. Cuando el hombre mismo no tiene visión interna, el poder externo y la
posición social asumen enorme importancia, y entonces el individuo está cada vez más sujeto a
la autoridad y a la coacción;
se convierte en instrumento
de otros. Podemos ver que esto está sucediendo constantemente a nuestro alrededor: en momentos de crisis,
las naciones democráticas actúan como las totalitarias, olvidándose de su democracia y obligando al hombre a someterse a sus designios.
Si
podemos entender la compulsión que hay tras nuestros deseos de dominio o de
sumisión, entonces tal vez podamos
libertarnos de los efectos perjudiciales de la autoridad. Ansiamos tener seguridad, razón,
éxito, sabiduría, etc.,
y este anhelo de seguridad, de permanencia, crea en
nosotros la autoridad de la experiencia personal, mientras que exteriormente
crea la autoridad de la sociedad, de
la familia, de la religión y así sucesivamente. Pero meramente ignorar
la autoridad, librarnos de sus símbolos externos,
es de muy poca
significación.
Abandonar
una tradición y aceptar otra, dejar un líder para seguir otro, es sólo un gesto superficial. Si hemos de compenetrarnos bien de todo el proceso
de la autoridad, si hemos de
ver su esencia, si hemos de entender y trascender el deseo de seguridad,
entonces debemos tener amplio entendimiento e intuición, debemos
ser libres, no al fin, sino desde el principio.
El
anhelo de certeza, de seguridad, es una de las primordiales actividades del yo,
y es este impulso apremiante el que
tenemos que vigilar constantemente, y no simplemente torcerlo o forzarlo
en otra dirección, u obligarlo a ajustarse a un molde deseado. El yo, el mí, y lo mío, son muy dominantes en la mayor parte de nosotros; tanto en el sueño como en
la vigilia, están siempre alerta y siempre cogiendo nuevos bríos. Pero
cuando hay comprensión del yo y nos damos
cuenta de todas sus actividades, por sutiles que sean, inevitablemente conducen
al conflicto y al dolor, entonces el
ansia de seguridad, de continuidad del yo termina. Uno tiene que estar en constante vigilancia de que
el yo revele sus manifestaciones y ardides; pero cuando empezamos a entenderlos y a comprender las implicaciones de la autoridad con todo lo que está envuelto en nuestra
aceptación o negación de ella, entonces ya estamos desembarazándonos de la autoridad.
Mientras la mente se deje dominar y
controlar por el deseo de su propia seguridad no podrá libertarse del yo y de sus problemas; y es por eso que no hay
liberación del yo mediante el dogma y
la creencia organizada que llamamos religión.
El dogma y la creencia son sólo proyecciones
de nuestra propia mente. Los ritos, el “puja”, las formas aceptadas de meditación, las palabras y frases constantemente repetidas, aunque pueden producir ciertos
efectos agradables, no libertan la mente del yo y sus actividades,
porque el yo es esencialmente el resultado de las sensaciones.
En
momentos de tristeza, nos volvemos a lo que llamamos Dios, que es sólo una
imagen de nuestra propia mente; o
encontramos explicaciones satisfactorias, y esto nos da consuelo temporal. Las religiones que seguimos son
creaciones de nuestras esperanzas y temores, de nuestro deseo de seguridad interna
y reafirmación; y con el culto de la autoridad, ya sea la de un salvador, un maestro o un sacerdote,
viene la sumisión, la aceptación y la imitación. De suerte que se nos explota en el nombre de Dios, tal como se nos
explota en nombre de los partidos y de las ideologías y continuamos sufriendo.
Todos somos seres humanos,
sea cual fuere el nombre
con que nos llamamos, y nuestro destino
es sufrir. El sufrimiento es común
a todos nosotros, lo mismo al idealista que al
materialista.
El idealismo es un escape de lo que “es”, y el materialismo es otra manera de negar las inconmensurables profundidades del presente.
Tanto el idealista como el materialista tienen su modo de evitar el complejo
problema del sufrimiento; a ambos los consumen
sus propios anhelos, ambiciones y conflictos, y sus modos de vida no los
conducen a la tranquilidad. Ambos
son responsables de la confusión
y miseria del mundo.
Ahora
bien, cuando estamos en un estado de conflicto, de sufrimiento, no hay
comprensión: en ese estado, por
cuidadosa y hábilmente que pensemos nuestros actos, sólo nos pueden llevar a mayor confusión y tristeza. Para
entender el conflicto y de ese modo libertarnos de él, tiene que haber una comprensión de los procesos
de la mente consciente y de la inconsciente.
Ningún idealismo, ningún sistema, ni patrón de especie alguna, puede ayudarnos
a desenmarañar los profundos procesos
de la mente; por el contrario, cualquier fórmula o conclusión nos hará más difícil
su descubrimiento. La persecución de lo que debe ser, el apego a
los principios, a los ideales, el establecimiento de una meta, todo esto
conduce a muchas ilusiones. Si hemos
de conocernos a nosotros mismos, tiene que haber cierta espontaneidad, libertad de observación, y esto no es
posible cuando la mente está encerrada en lo superficial, en los idealistas o materialistas.
La
existencia es relación; y tanto si pertenecemos a una organización religiosa o
no, o si somos mundanos o
idealistas, nuestros sufrimientos sólo podrán resolverse entendiéndonos a nosotros mismos en nuestras relaciones.
Sólo el autoconocimiento puede traer tranquilidad y felicidad al hombre, porque el autoconocimiento es el principio
de la inteligencia y de la integración. La inteligencia no es un simple ajuste
superficial; no es el cultivo
de la mente, ni la adquisición de conocimientos. La
inteligencia es la capacidad para entender los procesos de la vida;
es pe percepción de los verdaderos valores.
La educación moderna, al desarrollar el
intelecto, imparte más y más teorías y datos, sin realizar la comprensión del proceso total de la existencia
humana. Somos altamente intelectuales; hemos desarrollado mentes sagaces, y estamos enredados en explicaciones. El intelecto
se satisface con teorías y explicaciones; pero la inteligencia no; y para
entender el proceso total de la
existencia, debe haber integración de la mente y del corazón en las acciones.
La inteligencia no está separada
del amor.
Para
la mayor parte de nosotros, la realización de esta revolución interna es
extremadamente difícil. Sabemos
meditar, tocar el piano,
escribir; pero no conocemos al meditador, al pianista o al
escritor. No somos creadores porque hemos llenado nuestras mentes y nuestros
corazones de conocimiento, de
información y de arrogancia. Estamos repletos de citas que otros han pesado o dicho. Pero el acto de vivencia
viene primero; no la manera de “vivir”. Debe haber amor antes de que exista la expresión del amor.
Es,
pues, evidente, que el mero cultivo del intelecto, que ha de desarrollar la
capacidad o el conocimiento, no
resulta en inteligencia. Hay una diferencia entre intelecto e inteligencia. El intelecto es el pensamiento en función
independiente de la emoción; mientras que la
inteligencia es la capacidad para sentir y para razonar;
y hasta que no nos acerquemos
a la vida con inteligencia,
en vez de con el intelecto únicamente, o con sólo la emoción, no habrá sistema educativo o político en el mundo
que nos salve de las calamidades del caos y de la destrucción.
El conocimiento no es comparable con la
inteligencia. El conocimiento no es sabiduría. La sabiduría no está en el mercado; no es una mercancía que puede
adquirirse por el precio del aprendizaje,
o de la disciplina. La sabiduría no puede encontrarse en los libros; no puede acumularse ni aprenderse de memoria, ni
almacenarse. La sabiduría surge de la abnegación del yo. Tener una mente abierta es más importante que el
aprendizaje; nosotros podemos tener
una mente receptiva, no atiborrándola de información, sino comprendiendo
nuestros propios pensamientos y
sentimientos, observándonos cuidadosamente a nosotros mismos y estudiando las influencias que nos rodean,
oyendo a los demás, observando a los ricos y a los pobres, a los poderosos y los humildes. La sabiduría no se
logra a través del miedo ni de la opresión, sino de la observación y de la comprensión de todos los incidentes en las relaciones humanas.
En
nuestra búsqueda de conocimientos, en nuestros
deseos de adquisición, estamos perdiendo el amor, embotando el
sentimiento de la belleza, la sensibilidad de la crueldad; nos especializamos cada vez más, y nos
integramos cada vez menos. La sabiduría no puede sustituirse por el conocimiento, y ninguna cantidad de
explicación, ninguna acumulación de datos,
librarán al hombre del sufrimiento. El conocimiento es necesario, la ciencia
tiene su lugar, pero si la mente y el
corazón están sofocados por el conocimiento, y si la causa del sufrimiento queda descartada con
explicaciones, entonces la vida se vuelve vana e insignificante. ¿Y no es esto lo que nos está sucediendo a la
mayor parte de nosotros? Nuestra educación nos hace más y
más superficiales; no nos ayuda
a descubrir las capas más profundas de nuestro ser; y nuestras
vidas se hacen cada vez más vacías
e inarmónicas.
La
información, el conocimiento de datos, aunque en aumento constante, están
limitados por su propia
naturaleza. La sabiduría es infinita, incluye
el conocimiento y el proceso
de la acción; pero agarramos
una rama y creemos poseer el árbol entero. Con sólo el conocimiento de una parte jamás podremos
gozar la alegría
del todo. El intelecto no puede llegar
al todo, porque
es sólo un fragmento, una parte.
Hemos
separado el intelecto del sentimiento, y hemos desarrollado el intelecto a
expensas del sentimiento. Somos
como un objeto de tres patas con una pata más larga que las otras, y por lo tanto, no tenemos equilibrio. Hemos
sido entrenados para ser intelectuales; nuestra educación cultiva el intelecto hasta hacerlo perspicaz, astuto,
adquisitivo; y por lo tanto, desempeña
el papel más importante en nuestra vida. La inteligencia es mucho más grande
que el intelecto, porque es la
integración de la razón y el amor, pero sólo puede haber inteligencia cuando
hay autoconocimiento, el conocimiento profundo
del proceso total de uno mismo.
Lo
que es esencial para el hombre ya sea joven o viejo, es vivir plenamente,
integralmente, y es por eso que nuestro principal problema es el cultivo de esa inteligencia que nos da la
integración. El énfasis indebido sobre cualquier parte de nuestra total naturaleza ofrece sólo una vista parcial, y por tanto deformada, de la vida; y esta deformación es la causa de la mayor parte de nuestras dificultades. Cualquier desarrollo parcial de nuestro temperamento total tiene que ser desastroso para nosotros y para la sociedad; y por eso es realmente tan importante que ataquemos los problemas humanos desde un punto de vista integral.
Ser
un ente humano integrado es comprender el proceso completo de nuestra propia conciencia, tanto la oculta
como la manifiesta. Esto no es posible
si damos indebido
énfasis al intelecto, Le atribuimos mucha
importancia al cultivo de la mente, pero interiormente somos insuficientes, pobres, y estamos llenos
de confusión. Este vivir en el intelecto es el camino hacia la desintegración, porque las ideas, como las creencias,
no pueden nunca unir a los hombres si no es en grupos discordantes.
Mientras
dependamos del pensamiento como medio de integración, tiene que haber desintegración; y entender la acción
desintegrante del pensamiento, es comprender los procesos del yo, los procesos
de nuestros deseos.
Debemos conocer nuestro
condicionamiento y sus
reacciones, colectivas y personales. Es sólo cuando uno comprende totalmente
las actividades del yo con sus deseos
y fines contradictorios, sus esperanzas y temores, que existe una posibilidad de ir más allá del yo.
Tan sólo el amor y el recto pensar
producirán la verdadera revolución, la revolución interna
en nosotros mismos.
¿Pero cómo podremos tener amor? No es buscando el ideal de amor, sino cuando no exista el odio, cuando n haya
avaricia, cuando el sentido del yo, que es la causa del antagonismo, llegue a su fin. Un hombre preso en los propósitos
de la explotación, de la avaricia, de la
envidia, jamás podrá amar.
Si no hay
amor ni recto pensar, la opresión y la crueldad irán siempre en aumento.
El problema del antagonismo entre los hombres puede
resolverse; no buscando el ideal de la paz, sino entendiendo las causas de las guerras que se hallan en nuestra
actitud hacia la vida, hacia nuestros
semejantes, y este entendimiento sólo puede lograrse mediante la verdadera educación. Sin un cambio de corazón, sin
buena voluntad, sin la transformación interna que nace de nuestra
propia comprensión, no puede haber paz ni felicidad
para los hombres.
La Educación y la Paz Mundial
Para
descubrir que papel desempeñará la educación en la presente crisis mundial,
debemos entender cómo ha ocurrido. Es
evidentemente el resultado de los falsos valores en nuestras relaciones con la gente, con la propiedad
y con las ideas. Si nuestras relaciones con otros se basan en el propio engrandecimiento, y nuestra relación con la
propiedad es adquisitiva, la estructura
de la sociedad tiene que ser de competencia y de propio aislamiento. Si en
nuestra relación con las ideas
justificamos una ideología en oposición a otra, los resultados inevitables son la mutua desconfianza y la mala voluntad.
Otra causa del presente
caos es la dependencia de la autoridad, de los líderes,
ya sea en la vida diaria,
en una pequeña escuela o en la universidad. Los líderes y su autoridad son factores determinantes en cualquier cultura. Cuando
seguimos a otro, no hay comprensión, sólo temor y sometimiento, que eventualmente conducen a la crueldad del
Estado totalitario y al dogmático de la religión organizada.
Tener
confianza en los gobiernos, buscar en las organizaciones y autoridades la paz
que debe empezar por la comprensión
de nosotros mismos, es crear nuevos y más complicados conflictos; y no puede haber
felicidad duradera mientras
aceptemos un orden social en el que hay lucha sin fin y antagonismo entre
los hombres. Si queremos cambiar las condiciones existentes, tenemos que empezar por transformarnos nosotros
mismos, lo cual significa que debemos comprender nuestras acciones, pensamientos y sentimientos en la vida diaria.
Pero
nosotros realmente no queremos paz, no queremos poner fin a la explotación. No permitiremos que nadie intervenga con
nuestra avaricia, ni que se alteren los cimientos de nuestra estructura social del presente; queremos que las cosas
continúen como están, con sólo
modificaciones superficiales, y así los poderosos, los astutos, inevitablemente
gobiernan nuestras vidas.
La
paz no se alcanza por medio de ninguna ideología; no depende de ninguna
legislación; sólo vendrá cuando
nosotros, como individuos, comencemos a entender
nuestros propios procesos
psicológicos. Si evitamos la responsabilidad de actuar como individuos y
esperamos que algún nuevo sistema
establezca la paz, nos convertiremos simplemente en
esclavos de este sistema.
Cuando
los gobiernos, los dictadores, las grandes empresas y el clericalismo poderoso comiencen a ver que este creciente
antagonismo entre los hombres sólo conduce a la destrucción general, y que por lo tanto ya no es provechoso,
entonces nos podrán obligar por medio
de legislación u otros métodos compulsivos, a reprimir nuestros anhelos y
ambiciones personales y a cooperar
al bienestar de la humanidad. Así como ahora nos educan y
estimulan para competir sin misericordia, nos obligarán
luego al mutuo respeto y a trabajar para la totalidad del mundo.
Y
aunque estemos todos bien nutridos, vestidos y guarecidos, no esteremos libres
de nuestros conflictos y
antagonismos, que únicamente habrán cambiado de plano donde serán todavía más diabólicos y devastadores. La única
acción moral o justa es la voluntaria, y solo la comprensión puede traer paz y felicidad al hombre.
Las
creencias, las ideologías y las religiones organizadas, nos colocan frente a
nuestros vecinos. Hay conflicto no
sólo entre las sociedades distintas, sino también entre los grupos dentro de la misma sociedad. Debemos darnos cuenta de
que mientras nos identifiquemos con un país,
mientras nos aferremos a la seguridad, mientras estemos condicionados por los dogmas,
habrá lucha y miseria dentro de
nosotros y en el mundo.
Luego
tenemos el problema total del patriotismo. ¿Cuándo nos sentimos patriotas? No
es evidentemente una emoción de todos
los días. Pero se nos estimula cuidadosamente a ser patriotas por medio de los libros de texto, de los periódicos y
de otros canales de propaganda, que
estimulan el egoísmo racial mediante el elogio de los héroes nacionales y
diciéndonos que nuestro país y
nuestro modo de vida son mejores que los otros. Este espíritu patriótico nutre nuestra
vanidad desde la infancia hasta la
vejez.
La
aseveración, constantemente repetida, de que pertenecemos a un determinado
grupo político o religioso, de que somos de esta nación o de aquella,
halaga nuestro pequeño yo, lo infla
como la vela de una embarcación, hasta que nos sentimos dispuestos a matar o a
morir por nuestro país, nuestra
raza, o nuestra ideología. Es todo tan estúpido y antinatural.
Indudablemente los seres humanos
son más importantes que los linderos
nacionales o ideológicos.
El espíritu
separatista del nacionalismo se está extendiendo como el fuego por todo el mundo.
Se cultiva el patriotismo y se explota hábilmente por los que buscan más
expansión, más amplio poder, más
grandes riquezas; y cada uno de nosotros participa en este proceso porque también deseamos estas cosas. La
conquista de otras tierras y otros pueblos provee nuevos mercados para el comercio, como también para las ideologías políticas y religiosas.
Uno
debe ver todas estas expresiones de violencia y antagonismo con mente libre de prejuicios; es decir, con mente que no se identifica con ningún país,
ninguna raza o ideología,
sino que procura hallarla verdad. Hay gran gozo en ver una cosa con claridad,
sin la influencia de las ideas o
instrucciones de otros, ya sea del gobierno, de los especialistas o de los
grandes intelectuales. Una vez que
veamos realmente que el patriotismo es un obstáculo para la felicidad
humana, no tenemos
que luchar contra esta falsa emoción en nuestro ser; nos habrá
abandonado para siempre.
El
nacionalismo, el espíritu patriótico, la conciencia de clase y raza, son todas
expresiones del yo, y por lo tanto
separativas. Después de todo, ¿qué es una nación sino un grupo de individuos que viven juntos por razones
económicas y de propia protección? Del miedo y de la adquisitiva defensa propia nace la idea de “mi país”,
son sus fronteras y barreras
tarifárias que hacen imposible la hermandad y la unidad
del hombre.
El
deseo de ganancia y de posesión, el anhelo de identificación con algo superior
a nosotros, crea el espíritu de
nacionalismo, y el nacionalismo engendra la guerra. En todos los países, el gobierno, estimulado por la religión
organizada, sostiene el nacionalismo y el espíritu separatista. El nacionalismo es una enfermedad, y no podrá jamás
realizar la unidad mundial. No podemos
alcanzar la salud mediante una enfermedad, tenemos
primero que libertarnos de la enfermedad.
Es
porque somos nacionalistas y estamos listos para defender nuestros Estados
soberanos, nuestras creencias y
nuestras posesiones, que tenemos que estar perpetuamente armados. La propiedad y las ideas han llegado a ser
para nosotros más importantes que la vida humana; así pues, hay constante antagonismo y violencia entre nosotros y
el resto de la humanidad. Al mantener
la soberanía de nuestro país, destruimos a nuestros hijos; al rendir culto al
Estado, que es sólo una proyección de
nosotros mismos, sacrificamos a nuestros hijos por nuestra propia satisfacción. El nacionalismo y los
gobiernos soberanos son las causas y los instrumentos de la guerra.
Nuestras actuales
instituciones sociales no pueden evolucionar hacia una federación mundial porque sus
mismos cimientos son falsos. Los parlamentos y los sistemas educativos que defienden la soberanía nacional y destacan
la importancia del grupo jamás pondrán fin a la guerra. Cada grupo separado de personas, con sus gobernantes y
gobernados, es germen de guerra. A
menos que alteremos fundamentalmente las presentes resoluciones entre los hombres, la industria inevitablemente nos
llevará a la confusión y será un instrumento de destrucción y miseria; mientras haya violencia y tiranía, engaño
y propaganda, la fraternidad del género humano no puede realizarse.
Educar
a la gente sólo para ser maravillosos ingenieros, brillantes científicos,
hábiles ejecutivos, o buenos
trabajadores, nunca llegará a unir a los opresores con los oprimidos; y podemos ver que nuestro actual sistema
educativo, instigador de las muchas causas que
provocan enemistad y odio entre los seres humanos, no ha impedido
el asesinato en masa en nombre de la
patria o en nombre de Dios.
Las
religiones organizadas, con su autoridad temporal y espiritual, son igualmente
incapaces de traer la paz al
hombre, porque son también el resultado de nuestra ignorancia y de nuestro
temor, de nuestros artificios y egoísmos.
Con
el anhelo de seguridad aquí o en el más allá, creamos instituciones e
ideologías que garanticen esa seguridad; pero mientras más luchemos por la seguridad, menos la tendremos. El deseo de seguridad crea divisiones y aumenta el
antagonismo. Si nosotros sentimos y entendemos
la verdad de esto, no sólo verbal o intelectualmente, sino con todo nuestro
ser, entonces comenzaremos a cambiar
fundamentalmente nuestras relaciones con nuestros semejantes en el mundo inmediato que nos rodea; y sólo entonces
existe la posibilidad de alcanzar unidad y fraternidad.
A
la mayor parte de nosotros nos consumen los temores de todas clases, y estamos grandemente preocupados por nuestra
propia seguridad. Esperamos que por algún
milagro no haya más guerras, mientras acusamos a
otros grupos nacionales de ser los instigadores de las guerras y ellos a su vez nos culpan a nosotros del desastre.
Aunque la guerra es un factor perjudicial
a la sociedad, nos preparamos para la guerra y desarrollamos en la juventud el espíritu
militar.
Pero, ¿tiene
acaso el entrenamiento militar lugar alguno
en la educación? Todo depende de la clase seres humanos que queramos que sean
nuestros hijos. Si queremos que sean eficientes guerreros, entonces el entrenamiento militar es necesario. Si
queremos disciplinarlos y regimentar
sus mentes, si nuestro es hacerlos nacionalistas, y por lo tanto,
irresponsables con la sociedad como
un todo, entonces el entrenamiento militar es un buen medio para conseguirlo. Si queremos la muerte y la
destrucción, el entrenamiento militar es evidentemente
importante. La función de los generales es planear y hacer la guerra; y si nuestra intención es estar en batalla
constante con nuestros vecinos, entonces, por supuesto, tengamos más generales.
Si vivimos
sólo para tener luchas interminables dentro de nosotros
y con los demás,
si nuestro propósito es perpetuar el derramamiento de sangre, la miseria, entonces
debe haber más
soldados,
más políticos, más enemistad, que es lo que está sucediendo actualmente. La civilización moderna está basada en la violencia, y está,
por lo tanto, cortejando a la muerte.
Mientras adoremos a la fuerza, la violencia será nuestro medio de vida.
Pero si queremos la paz, si queremos
buenas relaciones entre los hombres, sean cristianos, hindúes, ruso o americanos, si queremos que nuestros hijos
sean ser s humanos integrados, entonces el entrenamiento
militar es un absoluto impedimento, es el camino erróneo para alcanzar nuestro
fin.
Una
de las principales causas de odio y lucha es la creencia de que una raza o
clase particular es superior a
otra. El niño no tiene conciencia de raza ni de clase. Es el hogar o el
ambiente escolar, o ambos, los que le
hacen sentirse inclinado a la separatividad. Al niño no le importa que su compañero de juego s sea negro,
judío o brahmán u otra cosa;
pero la influencia de la total estructura social está
constantemente influyendo en su mente, afectándolo y modelándolo.
Aquí, una vez más el problema
no está en el niño, sino en los adultos, que han creado
un ambiente absurdo
de separación y falsos valores.
¿Qué
base real existe para establecer diferencias entre los seres humanos? Nuestros
cuerpos pueden ser diferentes en estructura y color, nuestros
rostros pueden ser distintos, pero dentro de nosotros somos bastante parecidos:
orgullosos, ambiciosos, envidiosos, violentos, sexuales, anhelosos de poder, y así sucesivamente. Quitémonos el rótulo
y quedaremos bien desnudos; pero no
queremos enfrentarnos a nuestra desnudez y es por eso que insistimos en la
etiqueta, lo cual indica cuán inmaduros y cuán infantiles realmente somos.
Para
que el niño crezca libre de prejuicios, tenemos primero que destruir todo
prejuicio dentro de nosotros y luego
los de nuestro ambiente, lo cual significa destruir completamente la estructura de esta sociedad insensata que
hemos formado. En el hogar podemos decirle al
niño que absurdo es estar consciente de la clase o raza a que uno
pertenece, y él convendrá probablemente
con nosotros; pero cuando va a la escuela y juega con otros niños, se contamina del espíritu separatista. O
puede suceder lo contrario: el hogar puede ser
tradicional, de criterio estrecho, y la influencia de la escuela puede
ser liberal. De cualquier manera,
siempre hay una constante batallas entre el ambiente del hogar y el de la
escuela, y el niño se encuentra cogido entre las dos
influencias.
Para
criar al niño cuerdamente, para ayudarlo a ser perceptivo, de modo que capte
estos estúpidos prejuicios, tenemos que estar
en íntimo contacto
con él. Tenemos que hablar con él de estas cosas, y dejarlo que escuche
conversaciones inteligentes; tenemos que avivarle el espíritu de investigación y de rebeldía
que ya existen en él, para así ayudarle
a descubrir por sí mismo
lo que es verdadero y lo que es falso.
Es
la investigación constante, la verdadera insatisfacción, lo que despierta la
inteligencia creadora; pero mantener
despierto el espíritu de investigación y descontento es extremadamente difícil; y la mayor parte de la gente
no quiere que sus hijos tengan esa clase de inteligencia, porque es muy
embarazoso vivir con alguien que constantemente está cuestionando los valores
aceptados.
Todos
nosotros estamos descontentos cuando somos jóvenes; pero desgraciadamente
nuestro descontento pronto se
desvanece, asfixiado por nuestras tendencias imitativas y nuestro culto a la autoridad. Según vamos envejeciendo
comenzamos a cristalizarnos y a sentirnos satisfechos
y recelosos. Nos hacemos ejecutivos, sacerdotes, empleados de banco, directores de fábricas, técnicos, y comenzamos a
deteriorarnos. Puesto que deseamos conservar nuestros puestos, defendemos la sociedad destructora que nos ha
colocado en ellos y nos ha dado alguna medida
de seguridad.
El
control de la educación en manos del gobierno es una calamidad. Porque no hay
esperanza de paz ni de orden
en el mundo, mientras la educación
del pueblo sea la servidora
del Estado o de
las religiones organizadas. No obstante, los gobiernos siguen encargándose del
niño y su futuro; y si no es el
gobierno, son las organizaciones religiosas las que buscan el control de la educación.
Este
condicionamiento de la mente del niño para que se ajuste a una particular
ideología ya sea política
o religiosa, engendra
enemistad entre los hombres. En una sociedad
en que existe la competencia no podemos tener
confraternidad, y ninguna reforma, dictadura o método educativo podría
crearla.
Mientras
usted sea novo zelandés y yo hindú, es absurdo hablar de unidad del género humano. ¿Cómo vamos a unirnos como seres
humanos, si usted en su país y yo en el mío,
conservamos nuestros prejuicios religiosos y formas económicas? ¿Cómo
puede haber fraternidad mientras el
patriotismo separa al hombre del hombre, y millones de seres están restringidos por condiciones económicas
deprimentes, en tanto que otros gozan de la abundancia? ¿Cómo puede haber unidad entre
los hombres cuando
las creencias nos dividen, cuando hay dominio
de un grupo por otro, cuando
los ricos son poderosos y los pobres
tratan de alcanzar ese mismo poder,
cuando hay mala distribución de las tierras,
cuando unos pocos
están bien nutridos
mientras las multitudes se mueren de hambre?
Una
de nuestras dificultades es que nosotros no tratamos estos asuntos con
sinceridad, porque no queremos que se nos perturbe. Preferimos alterar las cosas
solamente en forma ventajosa para nosotros; y es por eso que
no sentimos profunda preocupación con nuestra
propia vaciedad y crueldad.
¿Podremos
alcanzar la paz por medios violentos? ¿Será que la paz se puede conseguir gradualmente por medio del proceso lento del tiempo?
Seguramente, el amor no
es un asunto de
entrenamiento, ni es cuestión de tiempo. Las últimas dos guerras se pelearon
para defender la democracia, me
parece; y ahora nos preparamos para otra aún más grande y destructora, y la gente es menos libre.
¿Pero qué sucedería si echáramos a un lado tales evidentes obstáculos del entendimiento como son la autoridad,
las creencias, el nacionalismo, y
todo el espíritu jerárquico? Seríamos gente sin autoridad, seres humanos en
relación directa unos con otros, y entonces, tal vez, habría
amor y compasión.
Lo esencial
en la educación, como en cualquier
otro campo, es que la gente sea comprensiva y afectuosa,
cuyos corazones no estén llenos de frases huecas, ni de los intereses que crea
la mente.
Si
la vida ha de vivirse felizmente, con pensamiento, con cuidado, con afecto, entonces
es muy importante que nos
entendamos; y si deseamos formar una sociedad verdaderamente iluminada, deberemos tener educadores que
entiendan los procesos de la integración, y que sean por lo tanto, capaces
de impartir ese entendimiento a sus
alumnos.
Tales
educadores serían un peligro para la estructura social. Pero realmente no
queremos establecer una sociedad culta;
y cualquier maestro
que, percibiendo la plena significación de la paz, comenzara a señalar el verdadero
significado del nacionalismo y la estupidez de la guerra, pronto perdería su empleo. Sabiendo
esto, la mayor parte de los maestros transigen, y por lo tanto, ayudan a mantener el actual sistema de explotación y violencia.
Indudablemente
que para descubrir la verdad tiene que haber libertad de toda lucha, tanto con nosotros mismos como con nuestros
vecinos. Cuando no estamos en conflicto con nosotros mismos,
no estamos en conflicto con los demás.
Es la lucha interna que se proyecta
hacia fuera la que se convierte
en conflicto mundial.
La guerra
es una proyección espectacular y sangrienta de nuestro diario
vivir. Precipitamos la guerra con nuestra manera de vivir; y sin
una transformación en nosotros, tienen que seguir existiendo los antagonismos raciales y nacionales, las disputas
infantiles por ideologías, la multiplicación
de soldados, los saludos a las banderas y todas las tantas brutalidades que contribuyen a crear el asesinato
organizado.
La
educación en todos los ámbitos del mundo ha fracasado; ha aumentando la
destrucción y la miseria. Los
gobiernos adiestran a los jóvenes para que sean los soldados y técnicos
eficientes que necesitan; la
regimentación y el prejuicio se cultivan y se imponen. Tomando estos hechos en consideración, tenemos que escudriñar
la significación de la existencia y el significado y la finalidad de nuestras vidas. Tenemos que descubrir los
procedimientos benéficos de crear un nuevo
ambiente; porque el ambiente puede hacer de un niño un bruto, un especialista insensible, o le ayuda a convertirse en un
ser humano, sensible e inteligente. Tenemos que crear un gobierno mundial, que sea radicalmente diferente, que
no esté cimentado en la fuerza ni en el nacionalismo, ni en ninguna
ideología.
Todo
esto implica la comprensión de nuestra responsabilidad en nuestras mutuas
relaciones; pero para entender
nuestra responsabilidad debe haber amor en nuestros corazones, no solamente ciencia y conocimiento. Cuanto
más grande sea nuestro amor, más profunda será
su influencia en la sociedad. Pero nosotros somos todo cerebro y nada
corazón; cultivamos el intelecto y
despreciamos la humildad. Si nosotros amáramos realmente a nuestros hijos, nos esforzaríamos por salvarlos y protegerlos,
y no permitiríamos que fuesen sacrificados en las guerras.
Yo
creo que nosotros realmente queremos las armas; nos gusta la ostentación del
poder militar, los uniformes, los ritos, las francachelas, el ruido, la violencia. Nuestra
vida diaria es un reflejo en miniatura de esta misma
superioridad brutal y nos estamos destruyendo a través de la envidia y la irreflexión.
Queremos
ser ricos; y mientras más ricos somos, más crueles nos volvemos, aun cuando contribuyamos con grandes sumas de dinero
para la caridad y la educación. Habiéndole robado a la víctima,
le devolveremos un poco de los despojos,
y a esto le llamamos
filantropía. Creo que no nos
damos cuenta de las catástrofes que estamos forjando. La mayor parte de nosotros vivimos cada día tan rápida y tan
irreflexivamente como nos es posible, y dejamos al gobierno y a los astutos
políticos, la dirección
de nuestras vidas.
Todos
los gobiernos soberanos tienen que prepararse para la guerra, y nuestro propio gobierno no puede serla excepción. Para
que los ciudadanos sean eficientes en la guerra, para que estén bien preparados para el cumplimiento efectivo de sus
deberes, los gobiernos tienen evidentemente
que guiarlos y dominarlos. Tienen que educarlos para que actúen como máquinas, que sean cruelmente eficientes.
Si el objetivo y el fin de la vida es destruir o ser destruido, entonces la educación debe estimular la crueldad; y
yo no estoy del todo seguro de que en realidad esto no es lo que deseamos en nuestro fuero interno, porque
la crueldad corre pareja con el culto del éxito.
El
Estado soberano no quiere que sus ciudadanos sean libres ni que piensen por sí
mismos, y los dirige, por medio de
propaganda, de la interpretación errónea de la historia y por otros medios. Y por esto la educación se
convierte cada vez más en un procedimiento para enseñar “que” pensar, y no
cómo pensar. Si pensáramos con independencia de criterio con respecto a los sistemas
políticos prevalecientes, seríamos peligrosos; las instituciones libres podrían despedir
a los pacifistas o a los que pensaran de manera contraria al régimen existente.
La
verdadera educación es incontrovertiblemente un peligro para los gobiernos
soberanos y por eso se usan sutiles o
severos medios para impedirla. La educación y la alimentación en manos de los pocos se han
convertido en medios para dominar
al hombre, y los gobiernos, ya sean de izquierda
o de derecha, no se preocupan mientras somos máquinas eficientes para producir
mercancías y balas.
Ahora
bien, el hecho de que esto está ocurriendo en todas partes del mundo, significa
que nosotros, los ciudadanos y
educadores que somos responsables de los gobiernos existentes, no nos preocupamos fundamentalmente con
respecto a sí hay libertad o esclavitud, paz o
guerra, bienestar o miseria para el hombre. Queremos una pequeña reforma
aquí y allá; pero la mayor parte de
nosotros tememos destruir la sociedad actual y edificar una estructura completamente nueva, porque esto necesariamente conllevaría una transformación radical
en nosotros mismos.
Por
otra parte, hay quienes instigan a efectuar una revolución violenta. Habiendo
contribuido a establecer el orden
social del presente con todos sus conflictos, confusiones y miserias, quieren ahora organizar una sociedad
perfecta. Pero, ¿puede alguno de nosotros organizar una sociedad perfecta, cuando hemos sido nosotros los progenitores de la presente
sociedad? Creer que la paz
puede alcanzarse por medios violentos es sacrificar el presente por un ideal futuro; y esta búsqueda de un objetivo
verdadero por medios erróneos es una de las causas del desastre actual. La
expansión y el predominio de los valores sensuales crean necesariamente el
veneno del nacionalismo, de las
fronteras económicas, de los gobiernos soberanos y del espíritu patriótico, todo lo cual excluye la
cooperación del hombre con el hombre y corrompe las relaciones humanas, que constituyen la sociedad. La sociedad es
la relación que une a los hombres
entre sí; y sin entender profundamente esta relación, no en un determinado
nivel, sino integralmente, como un
proceso total, tenemos que crear nuevamente la misma clase de estructura social, aún cuando sea superficialmente modificada.
Si
hemos de cambiar radicalmente nuestras relaciones humanas actuales, que han
traído indecible miseria al mundo,
nuestra única e inmediata tarea es transformarnos nosotros mismos
por el autoconocimiento. Así volveremos al punto central,
que constituye el yo; pero esquivamos
ese punto y pasamos la responsabilidad a los gobiernos, a las religiones y a
las ideologías. El gobierno es lo que
somos nosotros; las religiones y las ideologías no son sino proyecciones de nosotros mismos; y a menos
que cambiemos fundamentalmente, no puede haber ni verdadera
educación ni un mundo pacífico.
La seguridad externa para todos será una realidad cuando haya amor e inteligencia; y puesto que hemos creado un mundo de conflictos y de miserias, en el cual la seguridad externa se está volviendo rápidamente imposible para todos, ¿no indica esto la completa futilidad de la educación pasada y presente? Nuestra responsabilidad directa como padres y maestros es abandonar el método tradicional de pensar, y no depender meramente de los expertos y sus investigaciones. La eficiencia técnica nos ha dado cierto grado de capacidad para ganar dinero, y es por eso que la mayoría de nosotros estamos satisfechos con la estructura social del presente; pero el verdadero educador está interesado en el recto vivir, en la verdadera educación y en los procedimientos correctos de ganar el sustento.
Mientras más irresponsables seamos
en estas cuestiones, más intervención tendrá
el Estado en la responsabilidad total. Nos estamos
enfrentando, no con una crisis política o religiosa, sino con una crisis de deterioro humano, que ningún partido
político ni sistema económico puede impedir.
Otro desastre
más grande todavía
se aproxima peligrosamente, y la mayoría
de nosotros no hace
nada para evitarlo. Seguimos nuestro curso día tras día, como lo hemos hecho anteriormente: no queremos despojarnos de
nuestros falsos valores y empezar de nuevo. Queremos
hacer una reforma de retazos, que sólo nos conduce a problemas que requieren más reformas. Pero el edificio se nos está
desmoronando; las paredes están cediendo y el
fuego lo está destruyendo. Debemos abandonar el edificio y comenzar a
construir sobre un solar nuevo con
diferentes cimientos y con diferentes valores.
No
podemos descartar el conocimiento técnico; pero podemos comprender internamente nuestra fealdad, nuestra crueldad,
nuestros engaños y deshonestidades, nuestra completa falta de amor. Sólo librándonos inteligentemente del espíritu de nacionalismo, de la envidia
y la sed de poder,
podemos establecer un nuevo
orden social.
La
paz no se conseguirá jamás con reformas de retazos, ni con una mera
reorganización de las viejas ideas y
supersticiones. Sólo habrá paz cuando entendamos lo que está más allá de la superficie, y por lo tanto, detengamos esta ola de destrucción que se ha desatado por causa
de nuestra agresividad y de
nuestros semejantes; y sólo entonces podrá haber esperanza para nuestros
hijos y salvación
para el mundo.
La Escuela
La verdadera educación se preocupa por la
libertad del individuo, la única que puede lograr la verdadera cooperación con el
todo, con los muchos; pero esta libertad
no se alcanza mediante la persecución de nuestro éxito y de
nuestro propio engrandecimiento. La libertad es el resultado del autoconocimiento, cuando la mente se eleva por
encima y más allá de los obstáculos que ella misma se ha creado al ansiar su propia seguridad.
La función de la verdadera educación es
ayudar a cada individuo a descubrir todos esos
obstáculos psicológicos, y no simplemente imponerle nuevos patrones de
conducta, nuevas maneras de pensar.
Tales imposiciones nunca despertarán la inteligencia, la comprensión creadora, sino por el contrario
condicionarán aún más al individuo. Evidentemente esto es lo que está sucediendo en todas partes del
mundo, y es por eso que nuestros problemas continúan y se multiplican.
Es
sólo cuando empezamos a entender la profunda significación de la vida humana
que puede haber verdadera
educación; pero, para entender, la mente
debe liberarse inteligentemente del deseo de recompensa que engendra el temor y la conformidad. Si consideramos a nuestros hijos como propiedad personal, si para
nosotros ellos son la continuación de nuestros
pequeños egos y la realización de nuestras ambiciones, entonces
crearemos un ambiente, una estructura social
en la cual no hay amor, sino la persecución de nuestras ventajas
egocéntricas.
Una escuela que tiene éxito en el
sentido mundano, es casi siempre un fracaso como centro educativo. Una institución grande y floreciente en la que se
educan cientos de niños, con el éxito
y la ostentación que la acompañan, puede producir empleados de bancos, súper vendedores, industriales o comisarios,
gente superficial que son técnicamente eficientes; pero sólo hay esperanza en el individuo integrado, que únicamente las
escuelas pequeñas pueden ayudar a
crear. Es por esta razón que es mucho más importante tener escuelas con un
número limitado de alumnos y
verdaderos educadores, que practicar los últimos y mejores métodos en grandes
instituciones.
Desgraciadamente,
una de nuestras más desconcertantes dificultades es que pensamos que debemos
operar en gran escala. La mayor parte de nosotros
queremos grandes escuelas
con imponentes edificios,
aunque evidentemente no sean buenos centros educativos, porque queremos
transformar o afectar
lo que llamamos las masas.
Pero,
¿qué son las masas? Usted y yo. No nos perdamos en el pensamiento de que las
masas deben también recibir verdadera
educación. La consideración de las masas es una forma de escape para librarnos de una acción
inmediata. La verdadera educación llegará a ser universal si empezamos por lo inmediato, si nos entendemos nosotros mismos
en nuestra relación con nuestros
hijos, con nuestros amigos y vecinos. Nuestros propios actos en el mundo en que vivimos, en el mundo de nuestra familia y
de nuestros amigos, ejercerán una influencia y un efecto cada vez más amplios.
Al
darnos cuenta perfecta de nosotros mismos en todas nuestras relaciones,
empezamos por descubrir las
confusiones y limitaciones que existen dentro de nuestro ser, de las cuales estamos
ahora ignorantes; y al darnos
cuenta de ellas las comprenderemos y las eliminaremos. Sin esta comprensión y el autoconocimiento que produce,
cualquier reforma en la educación o en cualquier otro campo, sólo conducirá
a más antagonismo y miseria.
Al establecer enormes instituciones y emplear muchos maestros que dependen de un sistema,
en vez de comprender y observar sus relaciones con el alumno, como
individuo, meramente alentamos la
acumulación de datos, el desarrollo de la capacidad y del hábito de pensar mecánicamente, de acuerdo con un patrón;
pero la verdad es que nada de esto ayuda al alumno
a crecer para convertirse en un ser humano integrado. Los sistemas pueden tener
un uso limitado en manos de
educadores alertas y reflexivos, pero no contribuyen a despertar la inteligencia. Sin embargo, es extraño que
tales palabras como “sistema” e “institución” hayan adquirido tanta importancia para nosotros. Los símbolos han
ocupado el lugar que corresponde a la
realidad, y estamos satisfechos de que así sea; porque la realidad nos perturba,
mientras que las sombras nos consuelan.
Nada
de valor fundamental puede realizarse por medio de la instrucción en masa, si
no es mediante un estudio cuidadoso y comprensivo de las dificultades, tendencias y capacidades de cada niño; y todos
los que se dan cuenta de esto y desean sinceramente comprenderse a sí mismos y ayudar a la juventud, deben
unirse y fundar una escuela que tenga significación vital en la vida del niño ayudándolo a ser
inteligente e integrado. Para empezar una escuela semejante, no se necesita esperar hasta tener los medios
necesarios. Se puede ser un verdadero
maestro en el hogar y las oportunidades se presentan a los que actúan con seriedad.
Aquellos
que aman a sus propios hijos y a los niños que los rodean, y que por lo tanto
actúan seriamente, tratarán de que se
establezca una buena escuela en la cercanía o en su propio hogar. Entonces vendrá el dinero, que es
la consideración menos importante. Para sostener una escuela pequeña, de verdadera calidad, se necesita, por
supuesto, vencer ciertas dificultades financieras; sólo prosperará a base de sacrificio personal, no de una crecida cuenta
bancaria. El dinero invariablemente corrompe, a menos que haya amor y entendimiento. Pero si
es una escuela que realmente vale la pena, no hay duda de que encontrará la
ayuda necesaria. Cuando
hay amor hacia la niñez
todas las cosas son posibles.
Mientras
la institución sea considerada más importante, el niño no lo será. El verdadero educador se interesa en el individuo, y no
en el número de alumnos que tiene; y tal educador descubrirá que él puede tener una escuela de significación
vital, que algunos padres de familia sostendrán.
Pero el maestro tiene que sentir la llama del interés; si tiene poco entusiasmo, tendrá
una escuela como otra cualquiera.
Si los padres aman realmente a sus hijos,
emplearán medios legislativos o de otra naturaleza, para establecer pequeñas escuelas
dirigidas por verdaderos maestros; y no los desanimará el hecho de que las escuelas pequeñas son
costosas, y de que los buenos maestros son difíciles de encontrar.
Deben
darse cuenta, sin embargo, de que inevitablemente habrá oposición por parte de
los intereses creados, de los gobiernos y de las religiones organizadas; porque tales
escuelas están obligadas a ser profundamente
revolucionarias. La verdadera revolución no es del tipo violento, sino que surge del cultivo de la inteligencia y de la
integración de los seres humanos que, por su mismo
vivir, crearán gradualmente cambios radicales en la sociedad.
Pero
es de la mayor importancia que todos los maestros en una escuela de esta clase,
se reúnan voluntariamente sin que
sean persuadidos o escogidos; porque libertarse voluntariamente de toda traba mundana,
es la única base verdadera para un verdadero
centro educativo. Si los
maestros han de ayudarse mutuamente y los alumnos han de comprender los verdaderos valores, tiene que haber una constante comprensión en sus relaciones diarias.
En
la soledad de una pequeña escuela, es fácil olvidar que hay un mundo externo
lleno de conflictos, destrucción y
miseria que aumentan constantemente. Ese mundo no está separado de nosotros. Por el contrario, es parte de
nosotros, porque hemos hecho de él lo que es, que si ha de haber un cambio fundamental en la estructura de la
sociedad, la verdadera educación es el primer
paso.
Sólo
la verdadera educación, y no las ideologías, los líderes y las revoluciones
económicas, puede ofrecernos una solución duradera
para nuestros problemas y miserias; y ver la verdad
de este hecho no es cuestión de persuasión intelectual o emocional, ni de argumentos perspicaces.
Si
el núcleo del personal de una escuela verdadera se compone de maestros
dinámicos, consagrados a la
profesión, atraerá a otros maestros que tengan la misma dedicación, y aquellos que no están interesados pronto
se encontrarán en ella fuera de lugar. Si el centro está alerta y tiene propósitos definidos, la periferia
indiferente se desanimará terminando por desaparecer completamente; pero si el centro es indiferente, entonces
todo el grupo
sufrirá la incertidumbre y debilidad.
El
núcleo de una institución educativa no puede constituirlo sólo el maestro
principal. El entusiasmo o el interés
que depende de una sola persona tiene que decaer y morir. Tal interés es superficial, inconstante y someterse
a los caprichos y fantasías de otro. Si el director de la escuela es dominante, entonces el espíritu
de libertad y la cooperación evidentemente no
pueden existir. Un carácter fuerte
puede organizar una escuela de primera clase;
pero el temor y el
sometimiento se insinúan, y entonces, por lo general sucede que el resto del
cuerpo de maestros se compone de nulidades.
Un
grupo así no conduce a la libertad individual ni a la comprensión. El personal
de una escuela no debe estar sometido
al dominio del director, y el directo no debe asumir toda la responsabilidad. Por el contrario, cada
maestro debe sentirse responsable del todo. Si hay solamente unos pocos que están interesados, entonces
la indiferencia o la oposición
del resto impedirá
o desacreditará el esfuerzo
general.
Alguien
puede dudar que una escuela pueda administrase bien sin una autoridad central,
pero esto nadie lo sabe realmente
porque nunca se ha probado. Indudablemente; en un grupo de verdaderos educadores, no surgirá nunca el
problema de la autoridad. Cuando todos se están esforzando por ser libres e inteligentes, la cooperación de unos
con otros es posible en todos los
niveles. Para aquellos que no se han dedicado nunca profunda y perdurablemente
a la tarea de impartir verdadera
educación, la falta de una autoridad central puede parecer una teoría
impracticable; pero si uno se dedica completamente a la verdadera
educación, entonces no necesita ni el estímulo ni la
dirección, ni el control de nadie. Los maestros inteligentes son flexibles en el ejercicio de sus
facultades; al mismo tiempo que tratan de ser individualmente libres, se ajustan a los reglamentos y
hacen lo que es necesario para beneficio de toda la escuela. Un serio interés es el principio de la inteligencia, y
ambos se fortalecen por medio de la aplicación.
Si
uno no entiende las implicaciones psicológicas de la obediencia, la simple
decisión de no obedecer a la autoridad
conducirá a la confusión. Esa confusión no se debe a la ausencia de autoridad, sino a la falta de interés
mutuo y profundo en la verdadera educación. Si existe interés real, hay un ajuste constante y reflexivo por parte de
todos los maestros a las demandas y
necesidades del manejo de una escuela. En toda relación hay fricciones y malentendidos inevitables; pero éstos se exageran
cuando no existe
el afecto vinculador del interés común.
Debe
haber cooperación liberal entre todos los maestros en una escuela verdadera.
Todos los maestros deben reunirse
con frecuencia para hablar de los varios problemas de la escuela; y cuando hayan convenido proceder de una
manera determinada, evidentemente no debe haber
dificultad alguna para llevar a feliz término lo que se ha decidido. Si alguna
decisión adoptada por la mayoría no
tiene la aprobación de un maestro en particular, el asunto puede discutirse en la próxima
reunión de la facultad.
Ningún
maestro debe temerle al director, ni el director debe sentirse intimidado por
los maestros más antiguos del plantel. El acuerdo feliz es posible
sólo cuando hay un sentido de igualdad absoluta entre todos. Es esencial que este sentido de
igualdad prevalezca en una escuela
verdadera, porque sólo puede haber cooperación real donde no exista el sentido
de superioridad o inferioridad. Si
hay mutua confianza, cualquier dificultad o malentendido no será simplemente desechado, sino que se le
dará el frente para resolverlo, y así la confianza será restablecida.
Si
los maestros no están seguros de su propia vocación e interés, necesariamente
tiene que haber envidia y antagonismo
entre ellos, y emplearán todas las energías que tengan discutiendo detalles insignificantes y quisquillas inútiles;
mientras que si hay un ardiente interés
en lograr la educación apropiada, todas las irritaciones y desavenencias
superficiales rápidamente se pasarán
por alto. Entonces los detalles que parecen tan grandes asumen sus proporciones normales, y se ve que los
antagonismos y las fricciones personales son vanos y destructivos, y todas las conversaciones y discusiones ayudan
a averiguar qué es lo razonable, y no quién tiene
razón.
Las dificultades y las desavenencias deben discutirse siempre
entre los que trabajan juntos
con una común intención,
porque esto ayuda a aclarar cualquier confusión que pueda existir en nuestro pensar. Cuando hay interés en un
objetivo común, hay también franqueza y camaradería
entre los maestros, y el antagonismo jamás puede surgir entre ellos; pero si
falta ese interés común, aunque
superficialmente cooperen por obtener mutua beneficio, existirán siempre
el conflicto y la
enemistad.
Puede
haber, por supuesto, otros factores que causen fricción entre los miembros de
la facultad. Un maestro puede tener
exceso de trabajo; otro puede tener preocupaciones personales o familiares, y quizás otros no se sientan muy
entusiasmados con lo que están haciendo.
Seguramente que todos estos problemas pueden resolverse en una reunión profesional, porque el interés mutuo trae
la cooperación. Es obvio que no se puede crear nada de vital importancia si unos pocos hacen
todo, mientras el resto descansa
cómodamente.
Una distribución equitativa del trabajo
le ofrece a cada uno ciertas horas de solaz,
que es como a todas luces debe
ser. Un maestro sobrecargado de trabajo se convierte en un problema para él mismo y para los demás. Si uno está bajo una tensión muy fuerte hay la posibilidad de que se vuelva
letárgico, indolente, especialmente cuando uno está haciendo algo que le disgusta. El restablecimiento
no es posible si hay constante actividad, física o mental; pero la cuestión de las horas de esparcimiento puede arreglarse satisfactoriamente para todos.
El
concepto de solaz varía de acuerdo con cada individuo. Para los que tienen
mucho interés en su trabajo en sí es distracción; este mismo interés,
por ejemplo, en el
estudio, es una forma de esparcimiento. Para otros, puede
que la soledad sea su descanso.
Si
el educador ha de disponer libremente de cierto tiempo, debe ser responsable
solamente del número de alumnos
que puede manejar.
Una relación directa
y vital entre el maestro y sus
alumnos, es casi imposible cuando el maestro está agobiado por un gran
número de alumnos, difícil de manejar.
Existe
todavía otra razón para que las escuelas sean pequeñas. Es evidentemente
importante que el número de alumnos en una clase sea muy limitado, para que el maestro pueda prestarle plena
atención a cada alumno. Cuando el grupo es demasiado grande,
no se puede hacer eso, y entonces el sistema de castigos y
recompensas es el medio conveniente para imponer disciplina.
La verdadera educación no es posible “en masse”. Para estudiar a cada niño se necesita paciencia, comprensión e inteligencia. Para observar las tendencias del niño, sus aptitudes, su temperamento, para entender sus dificultades, tener en cuenta su herencia y la influencia de sus padres, y no meramente considerarlo como perteneciente a cierta categoría, todo ello exige que se tenga una mente rápida y flexible, libre de prejuicios y de trabas de cualquier sistema. Para esto se necesita habilidad, interés profundo y sobre todo, afecto; y el producir educadores dotados de estas cualidades es uno de los problemas esenciales en la actualidad.
El
espíritu de libertad individual y la inteligencia debe permear toda la escuela
a todas las horas. Esto no puede dejarse a la casualidad, y el mencionar
accidentalmente las palabras
“libertad” e “inteligencia” de vez en cuando, tiene muy poca significación.
Es particularmente importante que alumnos
y maestro se reúnan con regularidad para discutir todos los asuntos relacionados con el
bienestar del grupo. Debe también organizarse un consejo de estudiantes, con representantes de los maestros, que
pueda resolver todos los problemas de disciplina, limpieza,
alimentación, etc., y que pueda también ayudar a guiar a los alumnos descuidados, indiferentes u obstinados.
Los
estudiantes deben elegir de entre ellos, a los que van a tener la responsabilidad
de llevar a la práctica las
decisiones y ayudar en la supervisión general de la escuela. Después de todo,
el gobierno propio en la escuela es
una preparación para el gobierno propio más tarde en la vida. Si mientras está en la escuela aprende a
ser considerado con los demás, impersonal e inteligente
en cualquier discusión relacionada con sus problemas diarios, cuando sea mayor podrá enfrentarse efectiva
y desapasionadamente con las más grandes y complejas pruebas
de la vida. La escuela debe estimular
a los niños a que entiendan sus mutuas dificultades y peculiaridades, su modo de ser y su temperamento; porque así,
cuando crezcan, serán más reflexivos y tolerantes en sus relaciones con los demás.
Este
mismo espíritu de libertad e inteligencia debe prevalecer en todos los estudios
del niño. Si ha de ser creativo y
no simplemente un autómata, no se debe estimular al alumno a que acepte fórmulas y conclusiones. Aún en el estudio de la ciencia, el maestro debe razonar
con el alumno, ayudándole a captar el problema en todos
sus aspectos y a usar su propio
juicio.
Pero,
¿qué podemos decir con respecto a la orientación del niño? ¿no deberá existir
ninguna orientación? La respuesta a esta pregunta
depende de lo que se entiende por “orientación”. Si los
maestros han desterrado de sus corazones todo temor y deseo de dominio,
entonces pueden ayudar al alumno a
tener libertad y comprensión creativa; pero si hay un deseo consciente o inconsciente de guiarlo hacia
una determinada meta, entonces, está claro que
obstaculizan su desarrollo. La orientación hacia un objetivo
determinado, ya creado por uno mismo o impuesto por otro, echa a perder la acción creativa.
Si
el educador está preocupado por la libertad individual, y no por sus propios conceptos preconcebidos, ayudará al niño a descubrir
la libertad estimulándole a comprender su propio ambiente, su propio temperamento, sus antecedentes religiosos y familiares, con todas las influencias y efectos que posiblemente tiene sobre él. Si hay amor y libertad en los corazones
de los maestros, se aproximarán a cada alumno atento a sus necesidades y
dificultades; y entonces no serán
meros autómatas que actúan de acuerdo con métodos y fórmulas, sino seres humanos
espontáneos, siempre alertas
y vigilantes.
La verdadera educación debe también
ayudar al alumno
a descubrir sus intereses. Si el niño no descubre
su verdadera vocación, toda su vida le parecerá un fracaso; se sentirá
frustrado haciendo lo que no quiere
hacer. Si quiere ser artista, y en vez de eso es escribiente en una oficina, pasará su vida quejándose y
languideciendo. Así, pues, es de gran importancia que cada uno busque lo que quiere hacer y luego vez si vale la pena
hacerlo. Un muchacho puede querer ser
soldado; pero antes de que se prepare para ello, debe ayudársele a descubrir si
la vocación militar es beneficiosa para toda la humanidad.
La verdadera educación debe ayudar al
alumno, no sólo a desarrollar sus capacidades, sino también a entender
su interés supremo.
En un mundo arruinado por las guerras,
la destrucción y la miseria, uno debe ser capaz de
establecer un nuevo orden social y crear una manera diferente de vivir.
La
responsabilidad de organizar una sociedad pacífica y culta descansa
principalmente en el educador, y es
obvio, sin que se excite por ello, que el educador tiene la grandísima oportunidad de ayudar en el logro de esa
transformación social. La verdadera educación no depende de los reglamentos del gobierno ni de los métodos de un sistema
determinado, sino que está en nuestras propias
manos, en las manos de los padres y de los maestros.
Si
los padres se cuidaran de sus hijos, establecerían una nueva sociedad; pero fundamentalmente a la mayoría de los
padres de familia no les importa este asunto, y por lo tanto no tienen tiempo para tan urgente problema. Tienen tiempo
para hacer dinero, para divertirse,
para ritos y cultos; pero no tienen tiempo para considerar cuál es la verdadera educación para sus hijos. Es un hecho que
la mayoría de la gente no quiere enfrentar. El
hacerle frente significaría que tendrían que abandonar sus diversiones y distracciones, y eso es precisamente
lo que no están dispuestos a hacer. Por consecuencia, envían a sus hijos a la escuela donde el maestro no se preocupa
por esos hijos más que ellos mismos. ¿Y por qué habría de preocuparse el maestro? Enseñar es para él una clase
de trabajo, un medio para ganar dinero.
El mundo que hemos formado
es tan superficial, tan artificial, tan feo, si uno lo mira por detrás del telón; y por
eso decoramos el telón esperando que de algún modo salga bien.
Desgraciadamente, la mayor parte de la gente no
toma la vida en serio, excepto
tal vez cuando se trata de
hacer dinero, de alcanzar poder o de buscar excitación sexual. No quiere hacer frente a las otras complejidades de la
vida; y es por eso que cuando sus hijos crecen, están poco desarrollados y tan desintegrados como sus padres, en
constante lucha con ellos mismos y con el mundo.
Con
gran facilidad decimos que amamos a nuestros hijos; pero, ¿hay en realidad amor
en nuestros corazones cuando
aceptamos las condiciones sociales existentes, y cuando no deseamos provocar un cambio fundamental en
esta sociedad destructora? Y mientras confiemos
en que el especialista eduque a nuestros hijos, la confusión y la miseria continuarán; porque el especialista está
desintegrado él mismo por ocuparse de la parte y no del todo.
En vez de ser la más honrada y responsable de las ocupaciones, la educación se considera con menosprecio, y la mayor parte de los educadores siguen una línea
de conducta rutinaria.
Realmente
no están interesados en la integración ni en la inteligencia, sino en impartir información; y un hombre
que sólo imparte
información, sin considerar que el mundo se derrumba
a su alrededor, no es un verdadero educador.
Un educador no es un simple informador; si no el que señala el cambio hacia la sabiduría y la verdad. La verdad es mucho más importante que el maestro. La búsqueda de la verdad es religión; y la verdad no es patrimonio de ningún país ni de ningún credo, ni se encuentra en templo alguno, ni en una iglesia, ni en una mezquita. Sin la búsqueda de la verdad, la sociedad se deteriora en corto tiempo. Para crear una nueva sociedad, cada uno de nosotros tiene que ser un verdadero maestro, lo cual significa que tenemos que ser alumno y maestro; tenemos que educarnos a nosotros mismos.
Si
ha de establecerse un nuevo orden social, los que enseñan sólo por ganarse un
sueldo evidentemente no tienen un lugar como maestros. Considerar la enseñanza como un medio
para ganar la subsistencia es explotar a los niños en beneficio propio.
En una sociedad inteligente, los
maestros tienen que preocuparse por su propio bienestar y la comunidad proveerá
sus necesidades.
El verdadero maestro no es el que ha levantado una impresionante institución educativa, ni el que es instrumento de los políticos, ni el que está sujeto a un ideal, a una creencia o a un país. El verdadero maestro es rico interiormente y por lo tanto no pide nada para él; no es ambicioso, ni busca el poder en forma alguna; no usa su profesión como medio para conseguir autoridad o posición, y está por lo tanto libre de toda coacción de la sociedad y de todo control gubernamental. Tales maestros tienen lugar preferentemente en una sociedad culta, porque la verdadera cultura no se basa en los ingenieros y los técnicos, sino en los verdaderos educadores.
Padres y Maestros
La verdadera educación comienza con el
educador, quien debe conocerse a sí mismo y estar libre de patrones
de pensamiento ya establecidos; porque
según es él así será su enseñanza. Si él no ha recibido
verdadera educación, ¿qué puede enseñar que no sea el conocimiento mecánico en que se ha educado? El
problema, por lo tanto, no es el niño, sino los padres y el maestro.
El problema principal, pues, es educar
al educador.
Si nosotros, que somos los educadores, no
nos comprendemos a nosotros mismos, si no entendemos
nuestras relaciones con el niño, sino que lo atestamos de información y lo preparamos para aprobar exámenes, ¿cómo
podemos crear una nueva clase de educación? El
alumno va a la escuela a recibir dirección y ayuda; pero si el director,
el ayudador, está confuso y
dominado por teorías, es estrecho de criterio y nacionalista, entonces,
naturalmente, su alumno será lo que
es el maestro; y la educación se convierte en una fuente de más confusión y lucha.
Si
vemos la verdad de esto, nos daremos cuenta de lo importante que es empezar por educarnos nosotros mismos en la forma
debida. Tener gran interés en nuestra propia
reeducación, es mucho más necesario
que preocuparnos por el futuro bienestar y la seguridad de los niños.
Educar al educador, es decir, hacer que se entienda a sí mismo, es una de las
empresas más difíciles, porque la mayor parte de nosotros estamos
ya cristalizados dentro
de un sistema de pensamiento o dentro de un molde de
acción; nos hemos dado ya a una ideología, a una religión, o a una norma determinada de conducta. Por esto
enseñamos al niño QUE y no CÓMO pensar.
Más todavía, los padres y los maestros están mayormente ocupados con sus propios conflictos y penas. Ricos o pobres, la mayor parte de los padres están absortos en sus propias ansiedades y aflicciones. No están seriamente interesados en el actual deterioro moral y social, sino que sólo desean que sus hijos logren la debida preparación para vivir en el mundo. Sienten ansiedad por el futuro de sus hijos, anhelosos de educarlos a fin de consigan colocaciones permanentes o que se casen bien.
Contrario a la creencia
general, la mayoría
de los padres de familia no aman a sus hijos, aunque
dicen que si los aman. Si los amaran de verdad, no destacarían tanto la familia
y la nación en oposición a la totalidad
del mundo, lo que crea divisiones raciales
y sociales entre
los hombres y trae como
consecuencia la guerra y el hambre. Es realmente extraordinario que mientras la gente se adiestra
rigurosamente para ser abogados o médicos, pueden llegar a ser también padres de familia sin haber tenido
preparación alguna que los equipe para esta tarea de tanta importancia.
Frecuentemente
la familia, con sus tendencias de segregación, estimula el proceso general de aislamiento, convirtiéndose así en un
factor deteriorante en la sociedad. Es sólo cuando hay amor y comprensión que las paredes
del aislamiento se derrumban, y entonces la familia no es por más tiempo
un círculo cerrado, ni una prisión,
ni un refugio; entonces los padres de familia están en comunión,
no solamente con sus hijos sino también con sus vecinos.
Al
concentrarse en sus propios problemas, muchos padres pasan a los maestros la responsabilidad por el bienestar
de sus hijos, y entonces
es importante que el
educador se ocupe también de
educar a los padres.
El
educador debe hablarles a los padres, explicándoles que el estado de confusión
mundial refleja su propia confusión
individual. Debe señalar que el progreso científico en sí no puede traer el cambio radical alguno en los
valores existentes; que el adiestramiento técnico, que es lo que hoy se llama educación, no le ha dado al hombre libertad
ni lo ha hecho más feliz;
y que condicionar al alumno para que acepte el ambiente
prevaleciente no puede conducir al desarrollo
de la inteligencia. Debe decirles a los padres lo que está tratando de hacer en beneficio de sus hijos, y cómo es que lo
está haciendo. Tiene que despertar la confianza de los padres, no asumiendo la actitud de un especialista que trabaja
con profanos ignorantes, sino hablando
con ellos del temperamento del niño, de sus dificultades y aptitudes y así sucesivamente.
Si
el maestro está realmente interesado en el niño como individuo, los padres
tendrán confianza en él. En este
proceso el maestro educa a los padres y se educa a sí mismo, aprendiendo de ellos a la vez. La
verdadera educación es una tarea mutua, que exige paciencia, consideración y afecto. En una comunidad
culta, los maestros
ilustrados podrían resolver este problema de cómo educar a
los niños, y deben efectuarse experimentos en
pequeña escala en torno de esta cuestión por maestros interesados y padres reflexivos.
¿Se preguntan los padres alguna vez por qué tienen hijos? ¿Es acaso para perpetuar
su nombre o para mantener su propiedad? ¿Quieren
hijos meramente para su propio deleite, para
satisfacer sus necesidades emocionales? Si es así, entonces los hijos se
convierten en meras proyecciones de los deseos
y temores de sus padres.
¿Pueden
los padres reclamar que aman a sus hijos, cuando al educarlos erróneamente, fomentan la envidia, la enemistad y la
ambición? ¿Es acaso el amor el que estimula los antagonismos nacionales y raciales que conducen a la guerra, a
la destrucción y a la completa miseria, el que coloca
al hombre frente
al hombre en nombre de la religión
y de las ideologías?
Muchos padres alientan a sus hijos a seguir por los caminos que conducen al conflicto y al dolor, no sólo permitiéndoles que se sometan a una clase de educación errónea, sino dándoles el mal ejemplo de su propia conducta; y entonces, cuando los hijos crecen y sufren, oran por ellos o buscan excusas por su comportamiento. El sufrimiento de los padres por sus hijos es una forma de compasión posesiva de sí mismos que sólo existe cuando no hay amor.
Si
los padres aman a sus hijos, no serán nacionalistas, ni se identificarán con
ningún país; porque el culto al
Estado trae la guerra, que mata o mutila a sus hijos. Si los padres aman a sus hijos, descubrirán cuáles son las
verdaderas relaciones del hombre con la propiedad, porque el instinto de posesión le ha dado a la
propiedad una enorme y falsa significación que está destruyendo al mundo. Si los padres aman a sus hijos, no
pertenecerán a ninguna religión organizada, porque
el dogma y las creencias dividen a la gente en grupos
opuestos, creando así antagonismos entre los hombres.
Si los padres aman a sus hijos, suprimirán la envidia y la lucha y comenzarán a cambiar fundamentalmente la estructura de la sociedad
actual.
Mientras
queramos que nuestros hijos sean poderosos, que tengan mayores y mejores colocaciones, que tengan más y más éxito
en la vida, no hay amor en nuestros corazones,
porque el culto al éxito estimula el conflicto y la miseria. Amar a los
hijos significa estar en completa comunión
con ellos; es tratar de que reciban
la clase de educación que les ayude a ser sensibles, inteligentes e integrados.
Lo
primero que un maestro debe preguntarse cuando decide qué desea enseñar, es qué exactamente entiende por enseñar. ¿Va a
enseñar las asignaturas corrientes de la manera acostumbrada? ¿Quiere condicionar al alumno a que se convierte
en una pieza de la maquinaria social,
o quiere ayudarle a convertirse en un ser humano integrado, creador, una amenaza para los falsos valores? Y si el
educador ha de ayudar al alumno a examinar y
entender y los valores y las influencias que le rodean, y de las cuales
forma parte, ¿no debe el maestro
comprenderlos también? Si uno es ciego, ¿podrá ayudar a los demás a cruzar a la
otra orilla?
Indudablemente,
el maestro es el primero que debe empezar a ver las cosas como son. Debe estar constantemente alerta, intensamente
alerta a sus propios pensamientos y sentimientos, consciente de la manera en que él está condicionado,
consciente de sus acciones y reacciones; porque
de esta actitud alerta surge la inteligencia, y con ella una radical
transformación en sus relaciones con la
gente y con las cosas.
La
inteligencia no tiene nada que ver con pasar exámenes. La inteligencia es la
percepción espontánea que hace al
hombre fuerte y libre. Para despertar la inteligencia de un niño, debemos entender nosotros mismos qué es la
inteligencia; porque, ¿cómo vamos a pedirle a
un niño que sea inteligente si nosotros permanecemos ininteligentes en
tantos respectos? El problema no
consiste solamente en las dificultades del alumno, sino también en las
nuestras; los temores
acumulados, la infelicidad y las frustraciones de las cuales
no estamos libres.
Para ayudar al niño a que
sea inteligente, tenemos que desmoronar dentro de nuestro fuero interno
los obstáculos que nos
hacen torpes e irreflexivos.
¿Cómo
podemos enseñarles a los niños que no busquen seguridad personal si nosotros mismos estamos persiguiéndola? ¿Qué
esperanza hay para el niño si nosotros, que somos los padres y los maestros, no somos enteramente vulnerables a la
vida, si levantamos paredes a nuestro
alrededor para protegernos? Para descubrir la verdadera significación de esta
lucha por la seguridad, que causa tal
caos en el mundo, debemos empezar a despertar nuestra propia inteligencia, dándonos cuenta de nuestros procesos
psicológicos; debemos empezar cuestionando todos los valores que ahora nos aprisionan.
No
debemos continuar ajustándonos impensadamente a los patrones en que
eventualmente hemos sido educados.
¿Cómo puede haber armonía en el individuo, y por lo tanto en la sociedad,
si no nos entendemos a nosotros mismos?
A menos que el educador
se comprenda a sí mismo,
a menos que vea sus propias reacciones condicionadas y comience
a libertarse de los
valores existentes, ¿cómo es posible
que despierte la inteligencia del niño? Y si no pude despertar la inteligencia del niño, ¿cuál es su función
entonces?
Es
sólo mediante la comprensión de los procedimientos de nuestro propio pensar y
sentir, que podremos ayudar al niño
a ser un ser humano libre; y si el educador está vitalmente interesado en estas cosas, entenderá
profundamente, no sólo al niño, sino también se entenderá a sí mismo.
Muy
pocos de nosotros observamos nuestros propios pensamientos y sentimientos. Si
son evidentemente feos, no entendemos toda su significación, sino que tratamos
simplemente de refrenarlos o de rechazarlos. No nos
damos cuenta exacta de nosotros mismos. Nuestros pensamientos y sentimientos son esteriotipados, automáticos. Aprendemos
algunas asignaturas, reunimos
alguna información, y entonces tratamos
de pasársela a los niños.
Pero
si estamos vitalmente interesados, no solamente trataremos de averiguar los experimentos educativos que se realizan en
diferentes partes del mundo, sino que también
procuraremos ser muy claros en nuestro enfoque del asunto en su
totalidad; nos preguntaremos por qué
y con qué propósito nos educamos y educamos a nuestros hijos; investigaremos la significación de la
existencia, las relaciones del individuo con la sociedad y así sucesivamente. Desde luego que los educadores deben darse cuenta
de estos problemas
y tratar de ayudar al niño a
descubrir la verdad acerca de ellos, sin imponerle sus propias idiosincrasias y hábitos de pensamiento.
Seguir
un sistema por el mero hecho de seguirlo, ya sea político o educativo, no
resolverá nunca nuestros
muchos problemas sociales;
y es de mayor importancia entender la manera
de hacer frente a
un problema, que entender el problema en sí.
Si
los niños han de estar libres de temor, ya sea de sus padres, de su ambiente o
de Dios, el propio educador no debe
tener temor. Pero ésa es la dificultad; encontrar maestros que no sean víctimas de alguna clase de miedo. El
temor restringe el pensamiento y limita la iniciativa; y un maestro lleno de miedo no puede de ninguna manera
enseñar la profunda significación de estar libre de él. Como la bondad, el temor es contagioso. Si
el educador mismo siente temor
oculto, se lo comunicará a sus alumnos, aún cuando la contaminación no sea
visible de inmediato.
Supongamos,
por ejemplo, que un maestro le tiene miedo a la opinión pública; aunque ve lo absurdo de su miedo, no puede
transcenderlo. ¿Qué ha de hacer? Por lo menos puede reconocerlo en su fuero interno, y puede ayudar a sus alumnos a
entender el miedo, explicándoles su estado psicológico y hablando francamente con ellos sobre
el particular. Esta manera
franca y sincera de enfocar el asunto estimulará a los alumnos a ser igualmente francos
y sinceros consigo
mismos y con el maestro.
Para
darle libertad al niño, el propio maestro debe comprender perfectamente las implicaciones y el pleno significado de la libertad.
El ejemplo y la compulsión en ninguna forma ayudan
a crear la libertad; y es sólo actuando en completa libertad que se puede
llegar al descubrimiento de uno mismo y a la comprensión.
El niño está influenciado por la gente y las cosas que lo rodean,
y el verdadero educador debe ayudarle
a descubrir esas influencias y su verdadero mérito. Los valores verdaderos no
se descubren por la autoridad de la
sociedad ni de la tradición; sólo la reflexión individual puede revelarlos.
Si
uno entiende todo esto profundamente, estimulará al alumno desde el principio a
despertar su comprensión de los
valores sociales e individuales del presente. Lo estimulará a que escudriñe no un grupo determinado de
valores, sino el verdadero valor de todas las cosas. Le ayudará a no tener miedo, que es sentirse libre de todo dominio,
ya sea del maestro, de la familia o
de la sociedad, de manera que pueda florecer como individuo en amor y bondad.
Al orientar al alumno hacia la
libertad, el educador está también cambiando sus propios valores; él también comienza a sentirse libre del
“mí” y de lo “mío”, él también florece en amor y bondad. Este proceso
de educación mutua crea una relación completamente diferente entre el maestro y el alumno.
El dominio
o la compulsión, de cualquier
clase que sea, es un obstáculo directo
para la libertad
y la inteligencia. El verdadero educador no tiene autoridad ni poder en
la sociedad; está más allá de los
edictos y las sanciones de la sociedad. Si hemos de ayudar al alumno a
liberarse de los obstáculos que él
mismo y su ambiente le han creado, entonces cualquier forma de dominio o compulsión debe comprenderse y
rechazarse; y esto no puede hacerse si el educador no está liberándose de toda autoridad
perjudicial.
Seguir a otro, no importa lo grande que sea, impide
el descubrimiento de los procedimientos del yo; correr tras las promesas de una utopía hecha a medida,
hace que la mente no comprenda en absoluto la acción envolvente de su propio
deseo de seguridad, de autoridad, de la ayuda de alguna otra persona. El sacerdote, el político, el abogado, el militar,
están todos allí para “ayudaros”; pero tal ayuda destruye la inteligencia
y la libertad. La ayuda que necesitamos
no está fuera de nosotros. No tenemos que pedir ayuda: viene sin que la busquemos cuando somos humildes en nuestro
trabajo consagrado, cuando estamos receptivos a la comprensión de nuestras aflicciones y reveses cotidianos.
Debemos
evitar el anhelo consciente o inconsciente de apoyo y estímulo, porque tal
deseo crea su propia reacción, que es
siempre halagadora. Es confortable tener a alguien que nos estimule, que nos guíe, para calmarnos;
pero este hábito de recurrir a otro para que nos sirva de guía, de autoridad, pronto se convierte en veneno en
nuestra propia naturaleza. En el momento en que dependemos de otro para nuestra orientación, olvidamos nuestra intención original, que era despertar la libertad individual y la inteligencia.
Toda autoridad es un inconveniente, y es
esencial que el maestro no se convierta en autoridad para sus alumnos. El establecer la
autoridad es un proceso consciente e inconsciente al mismo tiempo.
El alumno está inseguro, tentando su camino, pero el maestro está seguro de su conocimiento y tiene la fortaleza de su experiencia. La seguridad y la fortaleza del maestro le dan seguridad al alumno, cuya tendencia es reposar cómodamente al calor de esa lumbre; pero esa seguridad no es real ni duradera. Un maestro que consciente o inconscientemente estimula la dependencia no puede ser jamás de gran ayuda para sus alumnos. Pede apabullarlos con sus conocimientos, deslumbrarlos con su personalidad, pero no es la verdadera clase de educación porque su conocimiento y experiencia son su pasión, su seguridad, su prisión y mientras no se liberte de estas trabas no podrá ayudar a sus alumnos a convertirse en seres humanos integrados.
Para
ser un verdadero educador, un maestro debe estar constantemente
independizándose de los libros y
los laboratorios; debe estar siempre alerta para que sus alumnos no lo tomen
como ejemplo, como ideal, como
autoridad. Cuando el maestro desea plasmarse en sus alumnos, cuando el éxito de ellos es el éxito de
él, entonces su enseñanza es una forma de continuación de sí mismo, lo cual es pernicioso para el autoconocimiento y la
libertad. El verdadero educador debe
tener en cuenta estos inconvenientes a fin de poder ayudar a sus alumnos a liberarse, no sólo de su autoridad sino también de los anhelos
de ellos mismos.
Desgraciadamente,
cuando llega el momento de comprender un problema, la mayor parte de los maestros no tratan
al alumno de igual a igual; desde
su posición superior,
dan instrucciones al alumno
que está muy por debajo de ellos. Tal manera de manera de relacionarse con el discípulo fortalece el temor en el maestro
y en el alumno. ¿Qué es lo que crea esta desigual relación? ¿Es qué el maestro tiene miedo de que descubran sus
fallas? ¿Mantiene él una distancia
decorosa para proteger su susceptibilidad y su importancia? Tal actitud de superioridad y reserva no ayuda en manera
alguna a derribar las barreras que separan a los individuos. Después de todo el educador y su alumno se ayudan mutuamente para educarse a sí mismos.
Toda relación
debe ser mutua educación; y como el aislamiento protector que proporcionan el conocimiento,
el éxito, la ambición, sólo crean envidia y antagonismo, el verdadero educador debe trascender estas murallas que él mismo se circunda.
Puesto
que el verdadero educador está dedicado completamente a conseguir la libertad y
la integración del individuo es por
tal razón profunda y sinceramente religioso. No pertenece a ninguna secta, ni a ninguna religión
organizada; está libre de creencias y de ritos, porque sabe que son únicamente ilusiones, fantasías,
supersticiones proyectadas por los deseos de quienes las crean. Sabe que la realidad o Dios se manifiesta sólo cuando hay conocimiento propio
y por lo tanto libertad.
Las
personas que no tienen títulos académicos con frecuencia resultan ser los
mejores maestros, porque están
dispuestos a experimentar; no siendo especialistas, su interés es aprender, comprender la vida. Para el
verdadero maestro, la enseñanza no es una técnica, es una forma de vida; como un gran artista, primero se moriría de
hambre antes de abandonar su trabajo creador.
A menos que uno tenga
este ardiente deseo de enseñar,
no debe ser maestro. Es de suprema
importancia descubrir por sí mismo si se tiene ese don, y no meramente flotar
a la deriva en esta profesión porque es
un medio de ganarse la vida.
Mientras
la enseñanza sea una simple profesión, un medio de vida, y no una vocación consagrada, tendrá que haber un abismo
entre le mundo y nosotros; nuestra vida hogareña y nuestra labor permanecerán distintas y separadas. Mientras la educación sea un empleo
como otro cualquiera, son
inevitables el conflicto y la enemistad, entre los individuos y entre las varias clases sociales; habrá más
competencia, despiadada ambición personal, y divisiones raciales y nacionales que crean antagonismos y guerras interminables.
Pero si nosotros nos dedicamos a ser verdaderos educadores, no creamos barreras entre la vida del hogar y la de la escuela, porque en todas partes nos preocupan la libertad y la inteligencia. Consideramos igualmente a los hijos de los ricos y a los de los pobres; respetamos a cada niño como un individuo con su temperamento particular, su herencia, sus ambiciones, etc. Nos sentimos interesados, no en una clase determinada, no en los poderosos o en los débiles, sino en la libertad y la integración del individuo.
La
dedicación a la verdadera educación debe ser completamente voluntaria. No debe
ser resultado de ninguna clase de
persuasión ni de esperanza de recompensa personal; y debe estar libre de los temores que nacen del
anhelo de tener éxito y logros en la vida. Nuestra identificación con el éxito o fracaso de una escuela está
todavía dentro del campo de los motivos
personales. Si enseñar es nuestra vocación, si creemos que la verdadera
educación es una necesidad vital del
individuo, entonces no permitiremos que nuestras ambiciones o las de otros nos obstaculicen o nos desvíen;
encontraremos tiempo y oportunidad para este trabajo
y nos dedicaremos a él sin esperar
recompensa, honores o fama. Todas las otras cosas de
la vida, la familia, la seguridad personal
y la comodidad, serán de importancia secundaria.
Si pensamos
con seriedad en ser verdaderos maestros, no sentiremos totalmente satisfechos, no con un sistema educativo determinado,
sino con todos los sistemas, porque sabemos que ningún método educativo puede libertad al individuo. Un método o
sistema puede condicionarlo a una serie diferente de valores, pero no podrá hacerlo
libre.
Tenemos
que estar muy alertas para evitar caer en nuestro propio sistema particular que
la mente está siempre edificando. Tener una norma de conducta, de acción, es un procedimiento conveniente y seguro y es por eso que la mente se refugia en
sus formulismos. El estar constantemente
en actitud alerta nos exige y nos incomoda, más el desarrollar y seguir un método
o sistema no demanda reflexión.
La repetición y el hábito estimulan la mente a la pereza;
se necesita un choque emocional
para despertarla, que es lo
que entonces llamamos problema. Tratamos de resolver este problema de acuerdo con nuestras gastadas
explicaciones, justificaciones y reprobaciones, todo lo cual hace que la mente se eche a dormir otra
vez. La mente se deja atrapar constantemente en este estado de pereza, y el verdadero educador no sólo le pone
fin a esto en su fuero íntimo, sino que ayuda a sus
alumnos para que se den cuenta
de ello.
Algunos
pueden preguntar: ¿Cómo se convierte uno en verdadero educador? Con toda seguridad, el preguntar como indica no una mente libre,
sino timorata que busca una ventaja, un resultado. La esperanza y el esfuerzo
de ser algo en la vida hacen que la mente se ajuste al fin deseado; mientras que la mente libre está siempre ojo
avizor, aprendiendo, y por lo tanto, se abre paso por entre los obstáculos proyectados por sí misma.
La
libertad está al principio, no es algo que ha de alcanzarse al final. Desde el
momento que uno pregunta
“cómo”, se tropieza
con dificultades insuperables y el maestro
que está ansioso
de dedicar su vida a la educación, nunca hará esta pregunta, porque sabe
que no hay método por el cual puede
uno convertirse en verdadero educador. Cuando uno está realmente interesado no pide un método
que le asegure el resultado deseado.
¿Puede
algún método hacernos inteligentes? Podemos pasar por toda la complejidad de un sistema, ganar títulos y así
sucesivamente; pero, ¿seremos entonces educadores, o meramente la personificación de un sistema? Buscar recompensas,
querer que se nos llame educadores
prominentes, es tener ansias de reconocimiento y de elogio; y aunque en ocasiones es agradable ser apreciado y
estimulado, si uno depende de ello para mantener su interés, si uno depende de ello para mantener su interés, estos estímulos se convierten en un soporífero del que pronto nos hastiamos.
Esperar reconocimiento y estímulo revela inmadurez.
Si
se ha de crear algo nuevo, debe haber comprensión y energía, no quisquillas y
disputas. Si uno se siente frustrado en su trabajo, seguramente se cansará y se aburrirá. Si uno no siente
interés, evidentemente no debe seguir enseñando.
¿Por
qué hay con frecuencia falta de interés vital entre los maestros? ¿Qué es lo
que los hace sentir frustrados? La
frustración no es el resultado de verse obligado por las circunstancias a hacer esto o aquello; surge cuando no
sabemos que por nosotros mismos qué es lo que
realmente deseamos hacer. Estando confundidos, se nos empuja de un lado
para otro y caemos finalmente en algo que no nos ofrece atractivo.
Si
enseñar es nuestra verdadera vocación. Tal vez nos sintamos temporalmente
frustrados porque no hemos visto un
medio de salir de la actual confusión educativa; pero tan pronto como vemos y entendemos las implicaciones
de la verdadera clase de educación, tendremos
de nuevo el empuje
y el entusiasmo necesarios. No es un asunto de voluntad o solución, sino
de percepción y de
entendimiento.
i enseñar
es nuestra vocación
y si percibimos la gran importancia de la verdadera
educación, no podremos evitar
ser verdaderos educadores. Entonces no hay necesidad de seguir ningún método. El acto en sí de comprender que la
verdadera educación es indispensable; si hemos
de lograr la libertad y la integración del individuo, ocasiona un cambio
fundamental en nosotros mismos.
Si comprendemos que sólo
puede haber paz y felicidad
para el hombre mediante la verdadera educación,
naturalmente que entonces le dedicaremos toda nuestra vida y todo nuestro interés.
Uno
enseña porque quiere que el niño sea rico interiormente para que sepa dar a las posesiones materiales su verdadero valor.
Sin la riqueza interna, las cosas del mundo adquieren
una importancia extravagante, que conduce a varias formas de destrucción y miseria.
Uno enseña para estimular al alumno a encontrar su verdadera vocación,
y a evitar las ocupaciones que provocan el antagonismo
entre los hombres. Uno enseña para ayudar a los jóvenes a que se conozcan a sí mismos, sin lo cual no puede
haber paz ni felicidad duraderas. Nuestra enseñanza
no es nuestra propia realización, sino nuestra propia
abnegación.
Sin
la verdadera clase de enseñanza, se confunde la ilusión con la realidad y
entonces el individuo está siempre en
conflicto consigo mismo, y como consecuencia, hay conflicto en sus relaciones con los demás, o sea con la
sociedad. Uno enseña porque ve que sólo el autoconocimiento
y no los dogmas y ritos de las religiones organizadas, puede traer la tranquilidad de la mente; y que la
creación, la verdad, Dios, se manifiestan sólo cuando trascendemos el “mi” y lo “mío”.
El Sexo y el Matrimonio
Como otros problemas humanos, el problema
de nuestras pasiones y de nuestros impulsos sexuales
es complejo y difícil; y si el educador no ha profundizado
en él y no ha visto sus muchas
complicaciones, ¿cómo es posible que ayude a los que educa? Si el padre o el
maestro son víctimas de los
disturbios del sexo, ¿cómo puede guiar al niño? ¿Podemos ayudar a los niños si nosotros mismos no entendemos el
significado de todo el problema? La manera en
que el educador imparte una comprensión del sexo depende del estado de
su propia mente; depende de que él
sea medianamente desapasionado o de que esté consumido por sus propios
deseos. Ahora bien; ¿por qué es el sexo, para la mayor parte de
nosotros, un problema lleno de confusión
y conflicto? ¿Por qué se ha convertido en un factor dominante de nuestras
vidas? Una de las principales razones es que no somos
creadores, y no somos creadores porque toda nuestra cultura social y moral, como
también nuestros métodos educativos, están basados en el desarrollo del intelecto. La solución de este problema del
sexo descansa en la comprensión de
que la creación no ocurre mediante el funcionamiento del intelecto. Por el
contrario, hay creación solamente cuando el intelecto está en reposo.
El
intelecto, la mente como tal, puede sólo repetir, recordar, hilvana
constantemente nuevas palabras y
reorganiza las viejas; y como la mayor parte de nosotros sentimos y adquirimos experiencias sólo a través del cerebro,
vivimos exclusivamente de palabras y de repeticiones mecánicas. Indudablemente esto no es creación y puesto que no
somos creadores, el único medio de creación que nos queda es el sexo.
El sexo es cuestión de mente, y todo
lo que es de la mente, si no se realiza, causa frustración.
Nuestras
ideas, nuestras vidas, son brillantes, áridas, huecas, vacías; emocionalmente
estamos hambreados, religiosa e
intelectualmente somos torpes, nos repetimos con frecuencia; social, política y económicamente estamos
regimentados, dominados. No somos felices, ni vitales ni gozosos; en el hogar, en los negocios, en la iglesia, en la
escuela, nunca sentimos el estado creador;
no hay descanso profundo en nuestro diario pensar y actuar. Atrapados por todas partes,
naturalmente el sexo es la única salida,
la única experiencia que se busca una y otra
vez porque ofrece
momentáneamente el estado de felicidad que resulta de la ausencia del yo. No es el sexo lo que constituye un problema,
sino el deseo de volver a captar el estado de
felicidad, que consiste en alcanzar y conservar el placer ya sea sexual
o de otra clase cualquiera.
Lo
que en realidad buscamos es la intensa pasión del olvido de nosotros mismos,
esta identificación con algo en que
nos podamos diluir completamente. Puesto que el yo es pequeño, insignificante y una fuente de dolor, consciente o
inconscientemente, queremos desaparecer en la excitación, individual o colectiva, en los pensamientos elevados, o en alguna forma
grosera de sensación.
Cuando
procuramos escapar del yo, los medios de escaparnos son muy importantes, y entonces
ellos también se convierten en problemas dolorosos. A menos que investiguemos y entendamos
los obstáculos que impiden la vida creativa, que es la libertad del yo, no podremos
entender el problema
del sexo.
Uno
de los obstáculos de la vida creativa es el temor, y la respetabilidad es una
manifestación de ese temor. Las
personas respetables, las que se sienten moralmente obligadas, no se dan cuenta de la profunda significación de la
vida. Están encerradas dentro de las paredes de su propia rectitud y no ven más allá de ellas. Su moralidad de
vitrina, basada en ideales y creencias
religiosas, no tiene nada que ver con la realidad; y cuando se protegen con esa
falsa moralidad, viven en el mundo
de sus propias ilusiones. A pesar de su halagadora y auto impuesta
moralidad, los hombres
respetables también viven en confusión, miseria y conflicto.
El
temor, que es el resultado de nuestros deseos de seguridad, nos obliga a
conformarnos, a imitar a los demás, a
someternos al dominio, y por lo tanto impide la vida creativa. Para vivir creativamente, es necesario vivir con
libertad, que es vivir sin miedo; y sólo puede existir un estado creador cuando la mente no es
prisionera del deseo ni de la satisfacción del deseo. Es sólo observando nuestras
propias mentes y nuestros propios
corazones con atención
delicada que podemos
desenmarañar los enredos de nuestros deseos. Mientras más reflexivos y afectuosos somos, menos puede el deseo
dominar la mente. Es sólo cuando no hay amor que las sensaciones se convierten en un problema desesperante.
Para
entender el problema de las sensaciones, tendremos que enfocarlo, no desde un solo ángulo, sino en todos los aspectos:
educativo, religioso, social y moral. Las sensaciones han llegado
a ser extremadamente importantes para nosotros porque hemos puesto
un énfasis arrollador en los valores
sensuales.
A través
de los libros, de los anuncios, del cine y de otros medios se acentúan
constantemente las sensaciones. Las
fiestas políticas y religiosas, el teatro y otras formas de diversión, nos estimulan a buscar excitación en
diferentes planos de nuestro ser; y sentimos deleite con ese estímulo. Fomentamos la sensualidad por
todos los medios posibles y al mismo tiempo defendemos
el ideal de la castidad. Forjamos así una contradicción dentro de nosotros mismos,
y ¡cosa rara! Esta misma contradicción nos excita.
Sólo
cuando comprendemos la persecución de sensaciones, que es una de las
primordiales actividades de la mente,
el placer, la excitación y la violencia dejan de ser un rasgo dominante en nuestras vidas. Es porque no amamos,
que el sexo y la búsqueda de sensaciones se han convertido en un problema agotador. Cuando hay amor, hay castidad;
pero el que trata de ser casto, no lo es. La virtud es producto de
la libertad, y se manifiesta cuando hay comprensión de lo que “es”.
Cuando somos
jóvenes, nuestros impulsos
sexuales son fuertes,
y la mayor parte de nosotros tratamos de lidiar con esos deseos
dominándolos y disciplinándolos, porque creemos que sin alguna clase de freno llegaremos a ser demasiado lascivos. Las
religiones organizadas están muy
ocupadas con el asunto de la moralidad sexual; pero nos permiten la violencia y
hasta el asesinato en nombre del
patriotismo; nos dejan entregarnos a la envidia y a la astucia cruel y correr tras el poder y el éxito. ¿Por
qué se preocuparán tanto con este tipo especial de moralidad, y no atacan la explotación, la codicia y la guerra?
¿No será porque siendo las religiones
parte del ambiente que hemos creado, dependen para su misma existencia de nuestros
temores y esperanzas, de nuestra envidia
y de nuestro separatismo? Y así
en el campo de la religión,
como en otro cualquiera, la mente está prisionera de las proyecciones de sus propios
deseos.
Mientras
no haya una profunda comprensión del proceso completo del deseo, la institución del matrimonio, como existe en la
actualidad, en Oriente o en Occidente, no puede dar respuesta satisfactoria al problema sexual. El amor no se crea
firmando un contrato, ni está basado
en el intercambio de placeres, ni en la mutua seguridad y confortación. Todas
estas cosas son la mente, y es por
eso que el amor ocupa una parte tan pequeña de nuestras vidas. El amor no es de la mente; es
absolutamente independiente del pensamiento, con sus cálculos sagaces y sus demandas. Cuando hay amor,
el sexo no es jamás un problema, es la falta de amor lo que crea
el problema.
Los
obstáculos y escapes de la mente constituyen el problema, y no el sexo o
cualquier otro asunto específico; y
es por eso que es importante entender los procesos de la mente, sus atracciones y repulsiones, sus reacciones
a la belleza y a la fealdad. Debemos observarnos y darnos cuenta de cómo consideramos a los demás, de cómo miramos
a los hombres y a las mujeres. Debemos
ver que la familia
se convierte en un centro de separatismo y de actividades antisociales cuando nos valemos de ella como un medio para la
perpetuación de nosotros mismos, en
beneficio de nuestra propia importancia. La familia y la propiedad, cuando se centralizan en el yo con sus deseos y
ansiedades cada vez mezquinas, se convierten en instrumentos de poder y
dominio y en fuente de conflicto entre el individuo
y la sociedad.
La
dificultad en todas estas cuestiones humanas estriba en que nosotros mismos,
los padres y los maestros, nos
sentimos totalmente cansados y desamparados, confusos y desasosegados; la vida nos aplasta pesadamente, y
necesitamos que se nos conforte y se nos ame. Siendo pobres e insuficientes dentro de nosotros mismos, ¿cómo podemos
tener la esperanza de impartir la verdadera
educación a la niñez?
Esta
es la razón por la cual el problema principal no es el niño, sino el educador;
nuestros corazones y nuestras mentes
deben estar completamente limpios si hemos de ser capaces de educar
a los demás. Si el educador
mismo está confundido, pervertido, perdido en el laberinto
de sus propios deseos, ¿cómo puede impartir sabiduría o ayudar a
enderezarle el camino a otro? Pero
nosotros no somos máquinas que los expertos puedan entender y reparar; somos el resultado de una larga serie de
influencias y accidentes, y cada uno de nosotros tiene que desenmarañar y comprender por sí mismo la confusión
de su propia naturaleza.
Arte, Belleza
y Creación
La
mayor parte de nosotros constantemente tratamos de huir de nosotros mismos; y
como el arte ofrece una manera fácil
y respetable de conseguirlo, juega un papel importantísimo en las vidas de muchas personas. En el deseo de
olvidarse de sí mismos, algunos se vuelven artistas, otros se dan a la bebida,
mientras otros siguen doctrinas religiosas, misteriosas y fantásticas.
Cuando
consciente o inconscientemente, nos valemos de algo para huir de nosotros
mismos, nos hacemos esclavos de ello. Depender
de un apersona, de un poema, o de cualquier
otra cosa, como medio de escape de nuestras penas y ansiedades, aunque
enriquece momentáneamente, sólo crea más conflictos y contradicciones en nuestras vidas.
El estado de creación
no puede existir
donde hay conflicto; y la verdadera
educación debe por lo
tanto ayudar al individuo a encararse con sus problemas, y no a glorificar los
medios de escape; debe ayudarle a
entender y eliminar el conflicto, porque sólo entonces se manifiesta este estado de creación.
El
arte divorciado de la vida no tiene gran significación. Cuando el arte está
separado de nuestro diario vivir,
cuando hay una laguna entre nuestra vida instintiva y nuestros esfuerzos en el lienzo, en el mármol o en la
palabra, entonces el arte se convierte simplemente en la expresión de nuestro deseo superficial de escapar de la realidad
de lo que “es”. Llenar esta laguna es muy difícil,
especialmente para los que son talentosos y técnicamente hábiles;
pero es sólo cuando llenamos
esta laguna que la vida se integra y el arte se convierte en la expresión
integral de nosotros mismos.
La
mente tiene el poder de crear ilusiones; y cuando no se entienden sus
procedimientos, buscar inspiración
es provocar la propia decepción. La inspiración viene cuando estamos receptivos, no cuando la buscamos.
Intentar por medio de un estímulo cualquiera tener inspiración, conduce a toda clase de venas ilusiones.
A
menos que uno esté consciente de la significación de la existencia, la
capacidad o el talento acentúa y destaca el yo
y sus anhelos. Tiende a hacer al individuo egocéntrico y separatista; él se
siente como entidad aparte, como ser superior, todo lo cual engendra males y
produce lucha y dolor. El yo es un fardo de muchas
entidades, cada una opuesta a las otras.
Es un
campo de batalla de deseos conflictivos, un centro de lucha constante
entre “lo mío” y “lo no mío”; y mientras demos importancia la
yo, al “mí” y a “lo mío”, aumentarán los conflictos dentro de nosotros y en el mundo.
Un
verdadero artista está por encima de la vanidad del yo y de sus ambiciones.
Tener la facultad de una brillante
expresión, y no obstante dejarse atrapar por las debilidades mundanas, hacen de la vida una
contradicción y una lucha. El elogio y la adulación, cuando se toman a pecho, inflan el ego y destruyen
la receptividad; y el culto del éxito en cualquier campo resulta
indudablemente en detrimento de la inteligencia.
Cualquier
tendencia o talento que contribuye al aislamiento, cualquier forma de la propia identificación, no importa lo estimulante
que sea, desnaturaliza la expresión de la sensibilidad y causas insensibilidad. La sensibilidad se embota cuando el talento
se vuelve personal, cuando se da
importancia al “mí” y a “lo mío”. “Yo pinto”, “yo escribo”, “yo invento”. Es
sólo cuando nos damos cuenta de todos
los movimientos de nuestro pensar y de nuestro sentir en nuestras relaciones con la gente, con las cosas y
con la naturaleza, que la mente se abre y se hace flexible y no está trabada por las demandas y los deseos de la propia protección; sólo entonces, sin los estorbos
del yo, puede haber sensibilidad para captar lo feo y lo bello.
La
sensibilidad a la fealdad y a la belleza no es el resultado de la afición;
surge con el amor, cuando no hay
conflictos creados por el yo. Cuando somos interiormente pobres, nos entregamos a toda clase de ostentación de
riquezas, poder y posesiones. Cuando nuestros
corazones están vacíos,
coleccionamos objetos. Si tenemos los medios para ello, nos rodeamos de objetos que consideramos bellos, y por
atribuirles enorme importancia, somos responsables de gran miseria
y destrucción.
El
espíritu adquisitivo no es el amor a la belleza: nace del deseo de seguridad,
pero tener seguridad es ser
insensible. El deseo de seguridad crea el temor, y pone en movimiento un proceso
de aislamiento que levanta paredes
de resistencia alrededor de nosotros, que impiden toda sensibilidad. No importa lo bello
que sea un objeto, pronto pierde su atracción para nosotros; nos acostumbramos a él, y lo que antes era un placer
se convierte en algo hueco e insípido.
La belleza está todavía allí, pero ya no la vemos; fue absorbida por la
monotonía del diario vivir.
Puesto
que nuestros corazones están marchitos y nos hemos olvidado de ser bondadosos,
de contemplar las estrellas, los
árboles y el reflejo de las aguas, necesitamos el estímulo de las pinturas y de las joyas de los libros y de
infinidad de diversiones. Constantemente buscamos nuevas excitaciones, nuevas emociones; anhelamos una variedad
siempre en aumento de sensaciones. Es este deseo y la satisfacción del mismo lo cansa y embota la mente y el corazón. Mientras busquemos sensaciones, las cosas
que llamamos bellas o feas tienen sólo una significación
superficial. Sólo hay goce duradero cuando podemos acercarnos a todas las cosas como si fueran nuevas, lo cual no es
posible mientras seamos prisioneros de nuestros deseos. El ansia de sensación y halago impiden la percepción de lo que
es siempre nuevo. La sensación puede comprarse, pero no el amor a lo bello.
Cuando nos damos cuenta
de la vaciedad de nuestras
mentes y de nuestros corazones, sin huir de ella para caer en otros estímulos y
sensaciones, cuando estamos en franca receptividad, altamente sensitivos, sólo entonces puede haber creación
y sólo entonces podremos encontrar el júbilo creador.
Cultivar lo externo
sin entender lo interno, inevitablemente crea aquellos valores
que llevan al hombre a la destrucción y al dolor.
Aprender
una técnica puede darnos un buen puesto, pero no nos hará creadores; mientras que si hay júbilo, si hay fuego creador,
encontrará medio de expresarse; uno no necesita estudiar un método de expresión. Cuando uno quiere realmente
escribir un poema, lo escribe; si se domina la técnica mucho
mejor; pero ¿para qué recalcar lo que es simplemente un medio de comunicación, si uno no tiene nada
que decir? Cuando hay amor en nuestros corazones, no buscamos un método
para expresar en palabras
nuestros pensamientos o emociones.
Los grandes artistas y los grandes escritores pueden crear; pero nosotros no, somos meros espectadores. Leemos un gran número de libros, oímos música excelente, contemplamos obras de arte, pero nunca sentimos directamente lo sublime; nuestra vivencia ocurre siempre a través de un poema, de un cuadro, o de la personalidad de un santo. Para cantar tenemos que sentir una canción en el corazón: pero habiendo perdido la canción, buscamos al cantor. Sin un intermediario nos sentimos perdidos; pero tenemos que perdernos antes de poder descubrir algo. El descubrimiento es el principio de la creación; y sin la creación, hagamos lo que hagamos, no puede haber paz ni felicidad para el hombre.
Creemos
poder vivir felizmente, creativamente, si aprendemos un método, una técnica, un estilo; pero la felicidad creativa sólo
surge cuando hay riqueza interna; no puede conseguirse por ningún sistema. El mejoramiento del yo, que es otro medio de
seguridad del “mí” y de “lo mío”,
no es creativo, ni es el amor de la belleza. La facultad creadora surge cuando
hay constante comprensión de las manifestaciones de la mente y de los obstáculos que ha forjado
para sí misma.
La
libertad de crear surge con e propio conocimiento; pero el conocimiento propio
no es un don. Se puede ser creativo
sin poseer ningún talento particular. La creación es un estado del ser del cual se han ausentado los conflictos y las tristezas del yo, un estado en el cual la mente no está
encerrada en las exigencias
y las pesquisas del deseo.
Ser
creativo no es simplemente producir poemas, estatuas o hijos. Es encontrarse en
aquel estado del ser en el
cual se manifiesta la verdad.
La verdad se manifiesta cuando hay
cesación completa del pensamiento, y
el pensamiento cesa sólo cuando el yo está ausente, cuando la mente ha dejado
de crear; es decir, cuando
no es prisionera de sus propias ambiciones.
Cuando la mente está totalmente en reposo, sin haber sido coaccionada o adiestrada en la quietud, cuando está en silencio porque
el yo está inactivo, entonces
hay creación.
El
amor a lo bello puede expresarse en una canción, en una sonrisa, o en el
silencio; pero la mayor parte de
nosotros no nos sentimos inclinados al silencio. No tenemos tiempo para contemplar las aves, las nubes que pasan
porque estamos muy ocupados con nuestros empeños
y placeres. Cuándo no hay belleza en nuestros corazones, ¿cómo podemos ayudar a los niños a ser sensibles y a estar
alertas? Tratamos de ser sensibles a la belleza al mismo tiempo que huimos de lo feo; pero el huir de lo feo nos hace
insensibles. Si queremos desarrollar
la sensibilidad de los niños, tenemos que ser sensibles a la belleza y a la
fealdad y debemos aprovechar toda oportunidad para despertar en ellos el júbilo que hay en contemplar no sólo la belleza
creada por el hombre,
sino también la belleza de la naturaleza.
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