Por Thalia J. Mejía Aguilar (*)
En las alturas del pueblo de Huacllán, en el lugar denominado
Hualla, habitaba la tribu de los indios huallas,
El curaca de la tribu tenía una hija muy hermosa
llamada Ninfa, quien contrajo
matrimonio con un hombre no muy agraciado, sin
embargo, a pesar de no ser muy hermoso, se respetaban y amaban con todo el amor
del mundo.
Este matrimonio nunca fue del agrado de su padre,
el curaca, pues sentía vergüenza de que su hermosa hija estuviera casada con
ese hombre.
Dicen, que cierto día, el curaca invitó a su hijo
político a celebrar la buena fortuna de los dioses, pero esto era solo una
excusa para algo horrible… mientras bebían, puso veneno en la bebida del
desafortunado hombre…. El que empezó poco a poco a desvanecerse, cayendo en un
profundo sueño…. Del que jamás despertó.
El malvado jefe de la tribu llevó por la noche el
cuerpo de su yerno cerca de las montañas, para que los pumas se deshicieran de
él.
Al otro día, diciendo que nada sabia de su esposo,
llevó a Ninfa a un pequeño paseo, en donde encontraron los restos del muchacho,
a medio comer por los pumas.
Ninfa no podía creerlo… el amor de vida se había
ido para siempre… Entonces salió corriendo en dirección a la costa, sin saber qué
hacer, sin saber que sería de su vida de ahora en adelante.
Cuando llevaba recorrido apenas tres kilómetros, a
la altura de Cuta-Cocha, en las inmediaciones de la parte superior de Huacllán,
le dio el mal de corazón, o el mal de amores, como le llaman, porque sentía
mucha pena por la muerte inesperada de su esposo.
Tanto dolor sentía en su corazón, en su alma, que
no pudo continuar el viaje, y se quedó en ese sitio, donde hizo construir su
casa.
Había pasado un tiempo, cuando uno de los incas, al
hacer su recorrido por esos lugares, llegó a la casa de Ninfa y ella, con el
corazón adolorido, le contó lo que padecía y la causa de su mal.
El inca, que era muy generoso, al ver su rostro
angelical, le ofreció mandar traer una piedra de la ciudad de Quito para que
tomara un pedacito de ella en infusión y sanase del shonco-nané («mal o dolor
de corazón»).
Y En efecto, así lo hizo, La piedra fue colocada
junto a la casa de Ninfa, quien cada vez que le dolía el corazón tomaba en
infusión un pedacito de ella, y también repartía entre las personas que sufrían
de ese mal.
Dicha piedra aún existe en ese lugar. Pero año tras
año se va achicando, porque las gentes que conocen la virtud que encierra se
llevan siempre un pedacito de ella.
PABLO CURO
Se llamaba Pablo. A la
muerte de su padre había recibido los sacrificados cuidados de su madre, para
quien se constituyó en el único amor de su vida a partir de entonces. Bajo sus
atenciones solícitas y abnegadas fue creciendo y ganando valiosas experiencias
en el campo. Pudo descubrir muy pronto los secretos de la siembra y la cosecha.
Sus músculos fueron desarrollándose y adquiriendo dureza en las diarias y
difíciles tareas de la chacra. Su madre, amorosa y solícita, abrigaba las más
grandes expectativas para el futuro. Soñaba que, en su vejez, contaría con un
sólido báculo que velaría por ella. Por eso, todas sus privaciones y sus
desvelos, estaban destinados a su único hijo.
En una recíproca entrega de amor y trabajo, madre e hijo vieron pasar los años.
A medida que los campos iban respondiendo con prodigalidad, el espigado
adolescente fue haciéndose hombre. Con ello, ineluctablemente, fueron
floreciendo sus primeras inquietudes amorosas. Para estas fechas, una hermosa
mujer apareció en su vida. Todo fue el verla y una ciega pasión se apoderó de
él. La hermosura de la joven campesina llegó a obnubilar la conciencia del
enamorado. Éste sin hacer caso de la soberbia, la vanidad y el egoísmo que
hacía gala en sus desplantes la mujer, llegó a amarla con una ciega pasión
rayana en la idolatría. De nada le valió a la pobre anciana utilizar todos sus
recursos para hacer recapacitar a aquel torrente de pasión que se desbordaba
incontenible. Obcecado en su capricho, Pablo casó con aquel dechado de belleza
y de maldad, dejando abandonada a su suerte a la pobre anciana.
A partir de entonces,
animado por sus malsanas insinuaciones, Pablo fue mostrando un desamor cada vez
más enervante para su madre. Como la anciana no tenía a nadie más en el mundo,
continuamente iba en busca de su hijo, quien, contando con la complacencia y
complicidad de su cónyuge, se hacía negar constantemente. ¡Cuántas veces había
emprendido el camino de retorno a su casa con el corazón destrozado y los ojos
anegados en llanto!.
II
Ha llegado el tiempo de cosecha. Las chacras, por donde vaya la vista, lucen el
frondoso follaje de las papas en flor. La generosidad de los campos reverbera
con las luces del astro rey adueñado del cielo azul turquesa.
A Pablo le había ido muy
bien aquel año, como siempre. Era indescriptible la enorme cantidad de papas
que recolectaba en sus campos. Los ojos le brillaban de contento y codicia. No
cesaba de frotarse las manos demostrando su satisfacción y pensando en las
pingües ganancias que obtendría. De pronto, su rostro sonriente sufrió un
brusco cambio tornándose torvo y colérico. Por el sendero había visto venir a
su madre. Su mujer más indignada que él, le dijo:
– ¡Ya viene tu madre!
– Sí, la he visto.
-¡Seguramente quiere que le demos nuestra papa!.
– Sin duda…
– Si le damos algo, nuestros montones van a mermar.
– Sí, es cierto. Entonces… ¿Qué haremos?.
-¡Escóndete…. Ya está llegando!.
-¡Eso es. Me esconderé!.
-¡Claro!…¡claro!…
– Entonces, cúbreme con la “yora” de la papa y cuando pregunte por mí, dile que
me fui.
Con asombrosa celeridad el
cuerpo desapareció bajo la hojarasca de la papa. La anciana que lo había visto
todo, se acercó a su nuera, esperanzada.
– Quiero hablar con mi hijo. -¿Dónde está? –preguntó la anciana.
– Se ha ausentado –contestó irascible la nuera.
– Pero… ¡Hace unos instantes yo lo he visto aquí… -¡Ya le he dicho que se ha
marchado! –Gritó la nuera- ¡No ha estado aquí… . – Está bien –se humilló la
anciana- Entonces me iré.
Con la cabeza gacha, y la
dificultad de sus pies descalzos, la anciana tomó el camino de regreso a casa.
Cuando estuvo a salvo de la vista de su nuera y sin poder resistir más el peso
de su dolor hincó sus rodillas en tierra, empalmando sus manos en ruego y, con
los sollozos ahogándole el alma, dijo:
– ¡Dios mío… Dios mío!…¡Mi hijo, a quien amo tanto se ha escondido por no
verme… ¿Por qué es así?…¿Por qué?…- Yo no iba a pedirle nada, nada. Sólo quería
verle. Hace tiempo que no sé nada de él. ¡Cree que le voy a pedir sus papas, no
señor, no!…¡Tú sabes, que no es así!. Más bien te pido que le des toda la papa
que puedas, en abundancia. ¡Que nunca le falte!…!Que viva siempre entre la
papa!- y siguió llorando desconsolada.
Mientras tanto, allá en la
troje de papas, la mujer de Pablo daba grandes voces:
– ¡Ya puedes salir, Pablo!….¡Tu madre se ha ido!.
La hojarasca de papa ni se
movió. Entonces, intrigada la mujer comenzó a retirar la “yora” y, al llegar al
final, se estremeció de horror. En el lugar donde había ocultado a su marido,
halló gran cantidad de gusanos alargados de cuerpo blanco y cabeza marrón que
se retorcían en el suelo.
En vano la desalmada buscó
a su marido. No lo halló. En la noche, mientras dormía, tuvo una revelación.
Pablo le decía:
– Por haber sido muy perverso con mi madre y negarle un poco de papa, el Señor
nuestro Dios, me ha castigado y muy enojado me ha condenado a vivir eternamente
dependiendo de la papa. Para cumplir mi castigo, bárreme en distintas
direcciones a fin de ir por todas partes, por todos los confines de la tierra
donde haya papas.
Al día siguiente, muy
desconsolada y arrepentida, la mala mujer cumplió con el encargo de su marido y
desde, aquella fecha, proliferó sobre la tierra el gusano llamado Pablo Curo.
De esto, hace mucho tiempo,
muchísimo tiempo.
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