Reflexiones sobre la regeneración de España
Miguel de Unamuno
Es inútil callar la verdad. Todos estamos
mintiendo al hablar de regeneración, puesto que nadie piensa en serio en
regenerarse a sí mismo. No pasa de ser un tópico de retórica que no nos sale
del corazón, sino de la cabeza. ¡Regenerarnos! ¿Y de qué, si aun de nada nos
hemos arrepentido?
En rigor, no somos más que
los llamados, con más o menos justicia, intelectuales y
algunos hombres públicos los que hablamos ahora a cada paso de la regeneración
de España. Es nuestra última postura, el tema de última hora, a que casi nadie,
¡débiles!, se sustrae.
El pueblo, por su parte, el
que llamamos por antonomasia pueblo, el que no es más que pueblo, la masa de
los hombres privados o idiotas que decían los griegos, los
muchos de Platón, no responden. Oyen hablar de todo eso como quien oye
llover, porque no entienden lo de la regeneración. Y el pueblo está aquí en lo
firme; su aparente indiferencia arranca de su cristiana salud. Acúsanle de
falta de pulso los que no saben llegarle al alma, donde palpita su fe secreta y
recogida. Dicen que está muerto los que no le sienten cómo sueña su vida.
Mira con soberana
indiferencia la pérdida de las colonias nacionales, cuya posesión no influía en
lo más mínimo en la felicidad o en la desgracia de la vida de sus hijos, ni en
las esperanzas de que éstos se sustentan y confortan. ¿Qué se le da de que
recobre o no España su puesto entre las naciones? ¿Qué gana con eso? ¿Qué le
importa la gloria nacional? Nuestra misión en la Historia. ¡Cosa de libros!
Nuestra pobreza le basta; y aún más, es su riqueza.
Cuando estalló la guerra,
los españoles concientes, los que saben de esas cosas de Historia y de Derecho
y de honra nacionales, le quitaron muchos hijos, a quienes sus padres vieron ir
con relativa calma, porque era una salida, porque muchos hubieran tenido que
emigrar. La vida es difícil, el suelo pobre, el porvenir incierto, ¿qué más da
morir en la guerra que en otra parte? Y, sobre todo, hay que servir,
es una necesidad fatal. Y allá se dejaron llevar a morir, porque habían de
morir al cabo, los héroes anónimos. ¡Héroes anónimos! ¡Vaya un sarcasmo el del
absurdo enlace de esas dos expresiones incongruentes entre sí! Se exponían a
morir. ¡Bah! Nadie se muere hasta que Dios quiere. La muerte sólo aterra a los
intelectuales, enfermos de ansia de inmortalidad y aterrados ante la nada
ultraterrena que su lógica les presenta. Y somos los mismos intelectuales los
que hemos convertido en retórica el dolor de las madres, lo mismo que la
regeneración de la patria. Es tomar al mundo en espectáculo, y en espectáculo
darnos a él.
Han muerto muchos hijos en
la contienda y sus padres les han rezado, mientras se preparan otros hijos a
ocupar su puesto. Pero al ver desfilar esos cadáveres vivientes, esos
pobrecillos que anhelan en las garras de la fiebre, el pueblo llora, porque,
¿para qué van a servir muchos de esos desgraciados? Su vida será una carga para
ellos mismos y para sus hermanos, algo peor que la muerte.
Ha concluido la guerra
después de haber enflaquecido a España, y empieza el pueblo a descansar un
poco. Tendrán que dejarle por algún tiempo sin turbar su sosiego con nuevas
sonoras historias, sin molestarle con el estribillo de la gloria y de su destino
histórico, sin llamarle heroico. El mundo, su enemigo, enmudecerá
algún tiempo y le dejará que se recoja en su pobreza y que gocen de más paz los
hombres oscuros, los benditos idiotas, cuanto más impotente sea la
nación.
Pero no, que ahora le van
con la cantinela de la regeneración, empeñados en despertarle otra vez de su
sueño secular. Dícenle que padece de abulia, de falta de voluntad, que no hay
conciencia nacional, que han llamado moribunda a la nación que sobre él y a su
costa se alza, nación a la que llaman suya. ¡Suya! ¡Suya! ¡Él no la tiene! Sólo
tiene, aquí abajo, una patria de paso, y otra, allá arriba, de estancia. Pero
lo que tiene no es nación, es patria, tierra difusa y tangible, dorada por el
sol, la tierra en que sazona y grana su sustento, los campos conocidos, el
valle y la loma de la niñez, el canto de la campana que tocó a muerto por sus
padres, realidades todas que se salen de las historias. Si en las naciones
moribundas sueñan más tranquilos los hombres oscuros su vida, si en ellas peregrinan
más pacíficos por el mundo los idiotas, mejor es que las naciones
agonicen. ¡Bienaventurados los pacíficos, porque de ellos será el reino de los
cielos, ese reino cuyo advenimiento piden a diario por costumbre!
¿Viven mejor, con más paz
interior, los ciudadanos concientes de una gran nación histórica, que los
aldeanos de cualquier olvidado rincón? El campesino del Toboso que nace, vive y
muere, ¿es menos feliz que el obrero de Nueva York? ¡Maldito lo que se gana con
un progreso que nos obliga a emborracharnos con el negocio, el trabajo y la
ciencia, para no oír la voz de la sabiduría eterna, que repite el vanitas vanitatum! Este pueblo, robusta
y sanamente misoneísta, sabe que no hay cosa nueva bajo el sol.
¿Que yace en atraso? ¿Y
qué? Dejad que los otros corran, que ellos pararán al cabo. ¿Que yace en
ignorancia? ¡Ignorancia! ¡Cuánto más grande es la ignorancia de los privados,
que no la ciencia de los públicos! ¡Ignorancia! ¡Saben tantas cosas que no
saben! Ellos saben mucho de lo que ignoran, y los regeneradores, en cambio,
ignoran casi todo lo que saben. Es una ciencia divina la ciencia de la
ignorancia; es más que ciencia, es sabiduría. El cuerpo sabe mejor que todos
los fisiólogos cicatrizar las heridas, y el pueblo, que es el cuerpo social, sabe
mucho más que los sociólogos que le salen y se empeñan en no dejarle dormir.
Pero hay que sacrificar el
pueblo a la nación, hay que darle carácter e individualidad histórica para que
viva en la cultura y figure entre los Kulturvolken -esto hay que decirlo
en alemán-. ¡Horrible cosa es esa especie de suicidio moral de los individuos
en aras de la colectividad! Pretender sacrificar todos y cada uno de los
españoles a España, ¿no es pura idolatría pagana acaso? ¿No es una crueldad
turbar la calma de los sencillos, y turbarla por una idea? No la hay, por
grande que sea, que valga la paz interior de un pueblo, la verdadera paz, la
plenitud del idiotismo. El enredar a los hombres en la lucha por la
vida histórica de la nación, ¿no les distrae y aparta de luchar por su propia
vida eterna?
El destino individual del
hombre, por importar a todos y a cada uno de ellos, es lo más humano que
existe. Y al hablarse aquí de regeneración, casi todos olvidan eso, y aun
muchos afirman que para regenerarnos tenemos que olvidarlo. ¡Basta de rezar; a
trabajar todo el mundo! ¡Como si la oración no fuese tan trabajo como es el
trabajo oración! La conquista de la paz no es nada para todos esos aportadores
del nuevo paganismo, que quieren aplastar bajo la ciudad al
hombre, al sencillo, al idiota, al manso, al pacífico, al pobre de
espíritu.
No sé si hay o no
conciencia nacional en España, pero popular sí que la hay. El pueblo español
-no la nación- se levantó en masa, sin organización central alguna, tal cual
es, contra los ejércitos de Napoleón, que nos traían progreso. No lo quiso.
Vislumbró que le costaría el viático de su peregrinación por la terrena patria,
el consuelo de su vida resignada, la rutinaria fe en que su oscura tranquilidad
se asienta; vislumbró que no le dejaría el progreso soñar en paz, que se le
convertiría en una pesadilla, y resistió. Se dispuso hasta a morir
colectivamente antes que lanzar a sus hijos en el camino que a los suicidios
individuales lleva. Entonces los progresistas eran afrancesados, miraban con cariño
al invasor que traía el evangelio de la cultura, la buena nueva de la
Revolución burguesa.
Prométenle no sé qué
brillante papel para sus hijos si, sacudiendo su sueño, entra de lleno en vías
de progreso. «Se te dará potestad y gloria si rendido adorases al Progreso», le
dicen. Sus lejanos descendientes poseerán a Canaán, pero él ha de morir en el
desierto, sin consuelo.
¡Que le dejen vivir en paz
y en gracia de Dios, circundado de áurea sencillez, en su camisa de hombre
feliz, y, sobre todo, que no se tome en vano el nombre de su fe para hablarle
de la España histórica conquistadora de reinos, en cuyos dominios no se ponían
ni el sol ni la justicia! ¡Que no le viertan veneno pagano de mundanas glorias
en su cristiano bálsamo de consuelo! ¡Que le dejen dormir y soñar su sueño
lento, oscuro, monótono, el sueño de su buena vida rutinaria! ¡Que no le
sacrifiquen al progreso, por Dios, que no le sacrifiquen al progreso! ¡Ah, si
volviese otra vez a aquella hermosísima Edad Media, llena de consoladores
ensueños, a aquella edad que fue la de oro para el pueblo que trabaja, ora,
cree, espera y duerme! Entonces le vivificó para siglos la grandeza de su idiotismo.
¿Qué es un progreso que no
nos lleva a que muera cada hombre más en paz y más satisfecho de haber vivido?
Suele ser el progreso una superstición más degradante y vil que cuantas a su
nombre se combaten. Se ha hecho de él un abstracto y del abstracto un ídolo, un
Progreso con mayúscula. Es el terrible Fatum, el hado inhumano del
ocaso del paganismo, que encarnado en Evolución, reaparece a esclavizar las
almas fatigadas.
Sólo se comprende el
progreso en cuanto, libertando de su riqueza al rico, al pobre de su pobreza y
de la animalidad a todos, nos permite levantar la frente al cielo, y, aliviándonos
de las necesidades temporales, nos descubre las eternas. ¡Sí, todo a máquina,
todo con el menor esfuerzo posible; ahorremos energías para reconcentrarlas en
nuestro supremo interés y nuestra realidad suma! Pero del progreso real y
concreto, que es un medio, hacemos progreso ideal y abstracto, fin e ídolo.
¡Progresar por progresar, llegar a la ciencia del bien y del mal para hacernos
dioses! Todo esto no es más que avaricia, forma concreta de toda idolatría,
hacer de los medios fines.
El oro, que es instrumento
de cambio, lo tomamos como fin, y para acumularlo vivimos miserablemente. Y la
cultura no es más que oro, instrumento de cambio. ¡Dichoso quien con ella
compra su felicidad perdurable!
Imagen simbólica de los
pueblos que se embriagan con el Progreso, nos ofrece aquel pobre segador
moribundo que, al ir el sacerdote a ungirle, cerraba la mano, guardando en ella
la última peseta, para que con ella le enterrasen. Con su progreso también se
enterrará a los pueblos avaros e idólatras del Hado.
¡Hay que producir, producir
lo más posible en todos los órdenes, al menor coste, y luego que desfallezca el
género humano al pie de la monumental torre de Babel, atiborrada de productos,
de máquinas, de libros, de cuadros, de estatuas, de recuerdos de mundana
gloria, de historias!
¡Vivir, vivir lo más
posible en extensión e intensidad; vivir, ya que hemos de morir todos; vivir,
porque la vida es un fin en sí! Y, sobre todo, meter mucho ruido, que no se
oigan las aguas profundas de las entrañas insondables del espíritu, la voz de
la Eternidad. Reventar de cultura, como dice un progresista amigo mío.
Si al morir los organismos
que las sustentan vuelven las conciencias todas individuales a la absoluta
inconciencia de que salieron, no es el género humano otra cosa más que una
fatídica procesión de fantasmas que va de la nada a la nada, y el humanitarismo
lo más inhumano que cabe. Y el hecho es que tal concepción palpita, aunque
velada a las veces, en todos los idólatras del Progreso.
Hay en la inmensa epopeya castellana un
pasaje de profundísima hermosura, y es que cuando, despedido de los duques, se
vio Don Quijote «en la campaña rasa, libre y desembarazado
de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro y que los
espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asunto de sus
caballerías». Elevó entonces un himno a la libertad, reputando venturoso a
aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de
agradecerlo a otro que al mismo cielo, y se encontró en seguida con una docena
de labradores que llevaban unas imágenes de talla para el retablo de su aldea.
Pidió cortésmente Don Quijote verlas, y le enseñaron a San Jorge, San Martín,
San Diego Matamoros y San Pablo, caballeros andantes del Cristianismo los
cuatro, que pelearon a lo divino. Y exclamó entonces el hidalgo manchego:
Aquí la temporal locura del caballero Don
Quijote se desvanece en la eterna bondad del hidalgo Alonso el Bueno, sin que
haya acaso en toda la tristísima epopeya pasaje de más honda tristeza. El
caballero empeñado en la hazañosa empresa de enderezar los tuertos del mundo y
corregirlo, confiesa no saber lo que conquista a fuerza de sus trabajos, y
vuelve su mirada a la conquista del cielo, que padece fuerza.
Ese su descenso a la
cordura de Alonso el Bueno, a la eterna cordura que servía de sostén a su
temporal locura, ese su descenso pone en claro su íntima afinidad espiritual
con los místicos de su propia tierra, con aquellas almas hermosas llenas de la
sed de los secos parameros castellanos y del vibrante calor del limpio cielo
que los corona. Ese momento de duda en su propia obra es lo más divino del
pobre caballero, tan hondamente humano; es la revelación del cimiento de humildad
de aquella loca soberbia que le llevó a creerse brazo de la justicia y a
encomendarse a Dulcinea, la Gloria.
Retírese el Don Quijote de
la Regeneración y del Progreso a su escondida aldea a vivir oscuramente, sin
molestar al pobre Sancho el bueno, el simbólico idiota, sin
intentar civilizarle, dejándole que viva en paz y en gracia de Dios en su
atraso e ignorancia. ¡En paz y en gracia de Dios! He aquí todo. Sí, esto es
todo y lo demás es nada.
El bueno de Sancho, en
quien desahogamos los intelectuales el dolor de nuestras no satisfechas ansias
insultándole; el bueno de Sancho guarda tesoros de sabiduría en su ignorancia y
tesoros de bondad y de vida en su egoísmo. Él fue grande, porque siendo cuerdo
creyó en la locura ajena, amó al loco y le siguió cuando otros locos no le
hubiesen seguido, porque cada loco, con su tema siempre lleva su camino y sólo
en el suyo cree; esperó en la ínsula purificando con la firmeza de tan poco
cuerda esperanza su egoísta anhelo de poseerla. Fue un hombre de fe aquel
sublime idiota, de tanta fe como el loco de su amo.
Mas después de aquel
descenso del caballero a su íntima cordura, siguiendo su mente la cadena de
pensamientos que le era habitual, y al entrar, distraído en razones y pláticas,
por una selva, hallose a deshora y sin pensar en ello, enredado en unas redes
de hilo verde. Y vuelto entonces a su locura ofreció sustentar durante dos días
naturales y en mitad del camino que iba a Zaragoza, que aquellas señoras
zagalas contrahechas que tendieran las verdes redes, eran las más hermosas
doncellas y más corteses del mundo, exceptuando sólo a la sin par Dulcinea del
Toboso.
No bien ha sedimentado en
cualquier Quijote intelectual el poso de la agitación que tal vez le produzcan
revueltos pensamientos de fundamental cordura, tórnale otra vez la tentación
incansable, la del progreso, la del brillante porvenir histórico, la de la
riqueza, la de la gloria, la de la nación en la Historia ahogando a la Patria
en la eternidad, vuelve a la visión de su Dulcinea del Toboso. «Una nación
asceta es un absurdo -se dice-; no puede un pueblo huir del ruido mundanal, no
puede ser sabio. O progresa o muere. Hay que conquistar cultura y gloria».
Y por debajo de tales ideas
palpita su alma oculta, el deseo de que nuestra nacionalidad cobre relieve y se
extiendan nuestra lengua y nuestra literatura, se lean más nuestros libros, los
de cada cual de los que así sentimos, y duren más nuestros nombres en los
anales y en los calendarios. Ha de hacernos más caso el mundo, hemos de ser más
ricos, aunque tal riqueza se asiente sobre el empobrecimiento de nuestro
consuelo; hay que inmortalizar nuestro fantasma aquí abajo, tenemos que pasar a
la Historia. ¡Hay que alcanzar los favores de la sin par Dulcinea, la Gloria!
Los más abnegados, los
creyentes más puros en el Progreso, sólo aspiran a la gloria colectiva, a que
España llegue a ser una nación fuerte, temida, que se deje ver y se haga oír en
el mundo.
A todas horas oímos hablar
del juicio de la posteridad, del fallo de la Historia, de la realización de
nuestro destino (¿cuál?), de nuestro buen nombre, de la misión histórica de
nuestra nación. La Historia lo llena todo; vivimos esclavos del tiempo. El
pueblo, en tanto, la bendita grey de los idiotas, soñando su vida
por debajo de la Historia, anuda la oscura cadena de sus existencias en el seno
de la eternidad. En los campos en que fue Munda, ignorante de su recuerdo
histórico, echa la siesta el oscuro pastor.
¡La historia! Todo se nos
reduce a aquella fe pagana que se encierra en el verso perdurable de la Odisea:
los dioses traman y cumplen la destrucción de los hombres para que tengan
argumento de canto los venideros.
A medida que se pierde la
fe cristiana en la realidad eterna, búscase un remedo de inmortalidad en la
Historia, en esos Campos Elíseos en que vagan las sombras de los que fueron.
Perdida la visión cordial y atormentados por la lógica, buscamos en la fantasía
menguado consuelo. Esclavos del tiempo, nos esforzamos por dar realidad de
presente al porvenir y al pasado, y no intuimos lo eterno por buscarlo en el
tiempo, en la Historia, y no dentro de él. Así inclinamos la frente al fatum, al Progreso, tomándole de
fin e ídolo, y nos hacemos sus siervos en vez de sus dueños. Y el Progreso nos
tritura como el carro de Yargenaut a sus fanáticos adoradores.
Desgraciado pueblo, ¿quién
le librará de esa historia de muerte?
Noviembre de 1898.
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